En un intento de respiración boca a boca, la consejera diplomática de Estados Unidos en México Leslie Bassett propuso incrustar la llamada Iniciativa Mérida en la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad para América del Norte (ASPAN), el instrumento trilateral que unció a Canadá y a México –gracias, Fox— a la insensatez guerrerista de George Walker Bush. Es una argucia meritoria, pero por lo pronto el Plan México se encuentra en estado de animación suspendida: Bush hace maletas, la clase política del país vecino se sumergirá en breve en la contienda de quienes aspiran a sucederlo, y en nuestro país la agenda política está más dominada por la resistencia al intento privatizador de la industria petrolera que a la faramalla sangrienta armada por Felipe Calderón “para combatir a la delincuencia”. El escapismo gubernamental recorre una ruta que hasta podría ser divertida si no hubiera tanto muerto: tras la advertencia epistemológica lanzada por el procurador Eduardo Medina Mora (vamos ganando la guerra aunque las apariencias digan lo contrario) se optó por empeñar la fuerza del Estado en batallas televisivas, que son más fáciles de ganar que las del mundo real. Otra idea: reciclen la desventurada Iniciativa Mérida y vuélvanla una alianza entre las televisoras nacionales y las estadunidenses para producir y difundir guerras imaginarias en las que todo salga de acuerdo con las estipulaciones de un guión escrito por los expertos de ambos gobiernos.
Pase lo que pase –tal vez en marzo o abril del año entrante haya una nueva circunstancia propicia para proponer cruzadas bilaterales contra la criminalidad—, hay diversos motivos para respirar con tranquilidad por el naufragio del Plan México: por lo pronto, la soberanía nacional no sufrirá un enésimo revés, no habrá hordas adicionales de agentes gringos pululando por el territorio mexicano y no se engrosará la lista de causas y circunstancias por las que se producen violaciones a los derechos humanos en nuestro país.
Con estos gobiernos no hay manera de que un acuerdo bilateral como el que se pretendía imponer no se traduzca en nuevos atropellos a las libertades básicas y a las garantías individuales: en esas materias, el de Estados Unidos es el principal transgresor en el mundo, y el de México va tercero en el continente, sólo después de los de Washington y Bogotá. Dicho de otra manera: sería ingenuo suponer que un pacto de cooperación policial y militar entre Arabia Saudita y Sudán pudiera ser aplicado con estricto apego a los derechos humanos.
Por un rebote desafortunado, las llamadas de atención al respecto formuladas por organizaciones humanitarias, empezando por Amnistía Internacional, se codificaron en una lista de condiciones que el congreso estadunidense pretendía establecer para que Bush garantizara (“certificara”, se decía antes) el respeto a los derechos básicos por parte de Calderón; que tomara cartas para asegurar que en México no se tortura; que viera que no se cometen detenciones arbitrarias en la aplicación los planes conjuntos antidrogas. La idea tenía un no sé qué de simbólico y hasta de onírico: el gobierno que ha secuestrado a decenas de miles de individuos en diversas partes del mundo, el que legalizó la tortura a condición de que se le llamara de otro modo, el asesino de cientos de miles de iraquíes, el arquitecto y operario de Abu Ghraib y Guantánamo, iba a ser el contralor de la legalidad para México.
Hay que pugnar por la vigencia de los derechos humanos y se debe presionar a los gobiernos para que los respeten. Todos los días y en todas las latitudes hay circunstancias para poner en práctica las convicciones y los principios. Pero ya no vuelvan a postular a Drácula para guardián del banco de sangre.
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