Ocurrió en Reiger Park, una barriada pobre de Johannesburgo, Sudáfrica, el domingo pasado, y ayer todos los diarios reprodujeron el testimonio gráfico: un hombre envuelto en llamas gatea entre escombros humeantes mientras algunos agentes de la policía aletean, tratando de acercársele, para apagar el fuego con mantas y extintores. De las fotos puede deducirse que el individuo fue amarrado a un promontorio de palos, rociado de gasolina e incendiado, y que su cruz improvisada se desvencijó por efecto de las llamas. Es posible que el individuo sea un ciudadano de Zimbabwe de esos que buscaron refugio ante la violencia que azota a su país en la nación vecina, y a los que muchos sudafricanos miserables culpan de su propio desempleo y de la criminalidad creciente. Resultado: 14 muertos y un número incierto de lesionados y humillados, entre ellos, el hombre de la foto (La Jornada, 19/05/08).
El “collar de fuego” era un suplicio casi siempre mortal, consistente en embutir a un humano en una llanta vieja, bañarlo en combustible y encenderlo. No está claro si el invento es haitiano –tecnología Tonton-Macoute— y llegó a la Sudáfrica racista en los años setenta del siglo pasado, o si fue al revés, pero en ambos países se usaba. Quemar viva a la gente, sin necesidad de llanta, es uno de los hábitos milenarios y en diversas épocas y circunstancias ha tenido certificado de corrección política: los protestantes vs. las brujas o los habitantes enardecidos de una localidad mexicana vs. un maleante real o presunto; y en no pocos momentos ha tenido rango de política de Estado: la Inquisición vs. los herejes, Washington vs. los civiles vietnamitas bañados en napalm y fósforo ardiente. No nos ha bastado toda la historia para agotar las sustancias inflamables ni para saciar el hambre de prójimos asados.
No hay que hacerse ilusiones: esto de achicharrar extranjeros no es asunto exclusivo de barriadas tercermundistas –suponiendo que las sudafricanas lo sean— sino también un deporte que se intenta hoy en día en la Unión Europea. La semana pasada estuvo a punto de ocurrir en el barrio de Ponticelli, Nápoles, Italia, en donde una turba de italianos pobres, azuzados por la propaganda xenófoba de Silvio Berlusconi y posiblemente organizados por la mafia, que en su versión napolitana recibe el nombre de Camorra, atacó e incendió con cocteles molotov un campamento de gitanos aun más pobres: un millar de refugiados que se vieron obligados a huir por enésima vez. En esa ocasión consiguieron escapar vivos, pero sus pertenencias mínimas quedaron reducidas a cenizas. El rumor que dio origen a la chamusquina fue, por supuesto, que una joven gitana había intentado robarse a un bebé. Eso dijeron las cadenas televisivas, que son casi todas propiedad de Berlusconi. En el imaginario de Europa los gitanos llevan demasiados siglos como ladrones de niños y todavía no escarmientan.
Lo cierto es que el Plan de Recuperación Urbana de Ponticelli otorga subsidios a empresas constructoras –algunas de ellas, vinculadas a la Camorra— a condición de que empiecen los trabajos antes del 4 de agosto; precisamente, en los terrenos que ocupan los gitanos. El ministro de Defensa, Ignazio La Russa, advirtió el domingo que el tiempo de los campamentos gitanos ha llegado a su fin: “Habrá muchos pequeños campos de 10 personas para controlarlas bien”. “Fuera los campamentos gitanos”, corean en silencio los carteles con los que el Partido Democrático (de la coalición gobernante) ha inundado Nápoles (El País, 18/05/08).
Arde la rabia, arden los jugos gástricos y seguimos trasladando esos fuegos internos a la piel del prójimo.
1 comentario:
somos demasiado manejables para el poder, nuestra ignorancia se los hacen tan facil que se antonja...
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