- Piedra de Sol de Paz
- La bomba increíble de Pedro Salinas
Está bien: el contagio es inevitable y ha llegado el fin del mundo. Encerrado a piedra y lodo, y platicando con mi naranjo a través de un tapabocas, asumo que allá afuera se han muerto todos los habitantes del barrio a consecuencia del ataque despiadado de esa cosa que ni a bicho llega, el tal H5N1, y del ofensivo padecimiento que provoca. Los operadores de sistemas han caído como moscas en todo el planeta y, ante la falta de mantenimiento, los sitios de la red mundial se van apagando tras ellos, uno a uno, como las luces de una ciudad que se dispone a dormir, y ya no queda casi ningún servidor en pie.
Sería graciosa la fábula, si no hubiera habido muertes verdaderas, quién sabe si causadas por el virus porcino, por la ineficiencia humana, o por ambos. Porque el bicho encontró unos aliados buenísimos en la estupidez mezquina de los gobernantes, en la arrogancia de los funcionarios internacionales y en la devaluación sistemática de las poblaciones que ahora —demasiado tarde— se lamentan, en una agonía colectiva, el haber aceptado el trueque de sus sistemas de salud y educación por el espejismo del consumo fácil, de sus hospitales públicos por aparatitos MP3, de instituciones abastecedoras de medicamentos por la feria de contratos que, según las promesas falsas, abrirían oportunidades para que todo mundo se hiciera rico.
El Apocalipsis venía de fábrica con un quinto y un sexto y un séptimo caballos hasta ahora insospechados: el de la desinformación y el rumor (a la postre, ya nadie supo cuál de todas las cifras de muertos manejadas por la autoridad era la correcta), el de la especulación desmedida —tapabocas a 50 pesos y dólar a más de 14— y el del ridículo: tras convertir sus fantasías bélicas en guerras verdaderas, y perderlas, los gobernantes se erigían en generales epidemiólogos y, por supuesto, volvieron a perder la contienda, y fue así que nos morimos todos, y ya. Está bien.
El Juicio Final es un suceso tan, pero tan importante, que ni siquiera tiene caso lamentarlo. Más nos valdría, a los pocos seres humanos que aún no sucumbimos, aprovechar los días o las horas que nos queden en cosas placenteras, como redescubrir libros olvidados, exhumar viejas cartas de amor o seguirle el hilo a ciertas manías de esta humanidad que, a lo que puede colegirse de los noticieros, ya valió madre.
Una de ellas es el arranque amoroso que salva al mundo en momentos extremos. Décadas antes de vender su brillante fatiga moral en las oficinas de Televisa, Octavio Paz compuso uno de los textos más esplendorosos del siglo XX en lengua española (y hubo muchos), Piedra de Sol, en donde se lee:
Madrid, 1937,
en la Plaza del Ángel las mujeres
cosían y cantaban con sus hijos,
después sonó la alarma y hubo gritos,
casas arrodilladas en el polvo,
torres hendidas, frentes esculpidas
y el huracán de los motores, fijo:
los dos se desnudaron y se amaron
por defender nuestra porción eterna,
nuestra ración de tiempo y paraíso,
tocar nuestra raíz y recobrarnos,
recobrar nuestra herencia arrebatada
por ladrones de vida hace mil siglos,
los dos se desnudaron y besaron
porque las desnudeces enlazadas
saltan el tiempo y son invulnerables,
nada las toca, vuelven al principio,
no hay tú ni yo, mañana, ayer ni nombres,
verdad de dos en sólo un cuerpo y alma,
oh ser total...
El pasaje tiene como referencia el asalto fascista contra la República Española y, muy concretamente, los criminales bombardeos aéreos que sufría la villa del Oso y del Madroño. Un año antes, el alzamiento de Mola & Sanjurjo & Hitler & Mussolini & Fran Co. había sorprendido a Pedro Salinas, académico, poeta y narrador, en Santander, en donde se desempeñaba como secretario de la Universidad Internacional de Verano. El hombre no fue asesinado por los sediciosos, como García Lorca, ni se alistó en las filas republicanas, como Miguel Hernández, ni se involucró en las sórdidas grillas estalinistas, como el genial Alberti, ni devino activista, como Emilio Prados, ni se tapó las narices para vivir en la peste perenne del franquismo, como Aleixandre, sino que hizo sus maletas con discreción y partió al exilio. El resto de su vida transcurrió entre Baltimore, San Juan de Puerto Rico y Boston.
El autor de La bomba increíble
Pedro Salinas acusó en dos momentos de su obra (uno temprano y otro, tardío) el impacto vigesimónico del desarrollo tecnológico. En algunas de sus obras iniciales (Fábula y signo, Presagio, Seguro azar...) asoman sujetos como el automóvil y la electricidad. Ya en la madurez, y bajo el impacto espiritual del desarrollo y uso de la bomba atómica, el narrador escribió una narración portentosa que pasó más bien inadvertida, pese a que constituye, a mi modo de ver, una de las máximas aportaciones de la literatura española a la ciencia ficción: La bomba increíble (1950). Si lograsen conseguir un ejemplar (no serán tan escasos como los tapabocas), tendrían una lectura deleitable para amenizar el fin de los tiempos.
No arruinaré el suspenso de la historia si coloco aquí un resumen de su comienzo: “Henos situados quince años después de la última guerra mundial, en un país occidental que ha hecho del beligerante antibelicismo, conforme al dicho latino de Si vis pacem para bellum, uno de sus signos esenciales de identidad. Un país regido por un Monarca de transición, el Regente, que ha establecido el Estado Técnico Científico (ETC), que garantiza todas las necesidades de sus habitantes y vive en una democracia civilizada y pacífica. Muestra de la cual es la Acrópolis de la Paz, un formidable museo que guarda la memoria de todas las armas empleadas por el hombre y por el ETC en su “dinámica de paz”, para “defender la paz”, que se encuentra ubicado en la denominada Rotonda de la Paz. Un día, en ese museo aparece un extraño artefacto, una misteriosa bomba, cuya elucidación comienza a causar estragos, hasta que un día el científico máximo del país, enloquecido, la acuchilla, y entonces la bomba se expande, poblando al país entero de lamentos y gritos tan atroces que la gente enloquece...”
La narración explora, dice Alberto García-Teresa, la muerte producida por “lo que crean los propios hombres a su alrededor: la angustia por no asumir que no se puede comprender algo, el egoísmo y el engaño, las trampas del lenguaje dirigido, la corrupción de los poderosos, el abuso de poder, la pura paranoia...”, “la degradación ética y humana y el desastre de la sociedad.”
Ahora se desarrollan discusiones de calado teológico sobre la utilidad o la inutilidad del tapabocas; las autoridades amenazan con infectarnos, con sus respuestas babeantes, de algo mucho peor que el virus de la influenza humana, y empieza a asentarse la certeza de nuestra propia ignorancia (y la de todo mundo) acerca de la epidemia. A todo esto, nadie se ha puesto a pensar que la aglomeración más insalubre e infecciosa de todas está a punto de tener lugar a las puertas del Cielo, en donde, ante la impotencia y la desazón de San Pedro, miles de millones de almas con y sin cubierta bucal se contagiarán unas a otras, enfermarán gravemente y, tras morir en el Más Allá, caerán de vuelta en la Tierra; el golpe avisa y salva de todo mal. Gracias por sus mensajes a Sergio Martínez Carrillo, Inés Giménez, Sergio Guzmán, Karina Ortiz, Ludmila Ortega y Alfredo Nateras. Adiós para siempre, pues, y hasta el jueves próximo.