En su homilía por el año X del panismo, Felipe Calderón fue contundente y claro: a Acción Nacional en el poder se le debe todo lo bueno del país; el resto de las facciones políticas son responsables por los males de México. Las treinta y tantas mil muertes que van –según cifras oficiales— en su administración constituyen un medio humanista para alcanzar el bien supremo y, sí, desde ese punto de vista, pues resulta pertinente aplaudirlas y pedir más. Los saldos de miseria, desempleo, desigualdad, corrupción y dependencia generados por el calderonato son consecuencias ínfimas y pasajeras del “colapso mundial sin precedente” (de veras, eso dijo) y en nada empañan los resultados de este gobierno glorioso en materia de creación de puestas de trabajo, combate a la marginación y a la pobreza, salubridad, educación, etcétera. Fox y Calderón, en la exégesis del segundo, son un par de humanistas (¿alguien dijo que el humanismo debía ser mínimamente letrado?) y lo que queda fuera de sus respectivas gestiones es desorden y autoritarismo.
Uno comprende que los políticos no anden muy sobrados de espíritu autocrítico, pero las distorsiones de la realidad formuladas por Calderón van un poco demasiado lejos pues no agravian sus únicamente a la verdad, sino que también son sumamente lesivos para lo que queda de vida política en el país, así se trate de la vida política acanallada, corroída por intereses ilegítimos y disminuida por cacicazgos y cotos de poder antidemocráticos que en estos diez años, lejos de haberse diluido, se han consolidado. O será que Gordillo Morales y Romero Deschamps son apellidos imaginarios, emanados de una pesadilla paranoica. Ah, y eso sin mencionar que si las expresiones de humanismo en el México actual son el foxismo y el calderonato, entonces el país está irremediablemente condenado a algo peor que la barbarie.
Así sea por su mendacidad desmesurada, el canto de Calerón al panismo gobernante tiene un tono de réquiem, de poder que se vuelve insostenible así sea por la extremada incoherencia de su propio discurso. El problema es que algo ha de venir después y que, con una alocución tan maniquea y falaz, Calderón hace más problemático, áspero y amargo el final de su gestión.
Y es que, a estas alturas el país ya no está para otorgar legitimidades tardías y ni siquiera para denegarlas: el debate nacional ha de ser, más bien, cómo salir del estado de postración, descomposición y desintegración en el que lo están dejando Fox y Calderón: entre bodas telenoveleras, charcos de sangre y millones de exasperados. Por inclusión, ese mismo debate tendría que desarrollarse hasta en las filas del panismo, en las cúpulas del empresariado legal y en una clase política que está muy próxima a escuchar, de boca de la sociedad, la misma consigna que cimbró a Argentina hace unos años: “que se vayan todos”.
Cuando al calderonato aún le falta, nominalmente, un tercio de periodo que se antoja eterno, el balance del domingo tiene más tono de réquiem que de testamento, porque al grupo gobernante ya se le hizo demasiado tarde para rectificar y, en la medida en que sus estrategias políticas, económicas, sociales y de seguridad han conducido a otros tantos fracasos, ya no tiene capacidad para proponer –y menos, para ejecutar— soluciones: cada acto gubernamental constituye, más bien, la génesis de un problema adicional para un país ya agobiado por ellos.
Se puede mentir en muchos ámbitos y de muchas maneras, y hasta es posible lograr que algunos o muchos se traguen la mentira. Pero faltar a la verdad en un testamento político o en una despedida del poder –y lo que dijo Calderón el domingo tiene mucho de eso, a menos que de veras pretenda aferrarse, más allá del 2010, a la silla presidencial, en una forma tan ilegítima y torcida como llegó a ella— implica despejar toda duda razonable sobre las intenciones con las que se ha ejercido el poder. En el caso del primer presidente panista y de su sucesor impuesto, lo han hecho de mala fe.
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