Claro que muchos todavía podemos trabajar y hasta cobrar lo trabajado; otros –menos, aunque la magia del mercado haga aparecer repletos los centros comerciales– conseguimos ir de compras, acudir a una función de cine o teatro, dormir la siesta; unos cuantos, en el grupo de 120 millones de habitantes, pueden darse el lujo de pasar por las áreas de salidas internacionales de los aeropuertos, asomar la nariz por allí y regresar a un país que parece normal. Buena parte de las avenidas comerciales del país siguen en pie, y en ellas los restaurantes siguen sirviendo platillos suculentos, las tiendas exclusivas prosiguen sus ventas de bolsas de piel para dama y relojes de pulso para caballero (cada vez más grandes, según la moda), todavía se adquiere uno que otro juego de mobiliario para récamara infantil a 20 mil pesos, en rebaja de mitad de precio, y puteros de distintas categorías siguen expendiendo su mercancía a parroquianos insaciables por naturaleza. Claro que muchos prójimos mueren de muerte natural y facilitan, con su deceso, encuentros familiares excepcionales y tumultuosos; por supuesto, quedan aún tiempos y lugares para el amor y el desamor, para abonar los sueños, para celebrar a carcajadas cualquier ocurrencia propia o ajena.
Pero estas expresiones de realidad innegable se reducen día a día, bajo la potencia incuestionable de los retenes (la inútil paranoia policial, multiplicada ahora gracias a los operativos de la Conago), de la referencia cada vez más cercana a un acto de extorsión, un levantón, una muerte imprevista entre las balas. O más simple: ante la manifiesta insensatez de ir a veranear a Playa Bagdad, en Tamaulipas, frente al riesgo de transitar por las carreteras de Morelos, en la incertidumbre de cuáles pinares mexiquenses son todavía propicios para acampar sin el peligro de conocer en vivo a los matones, a sus aliados de las corporaciones policiales o a productos menores de la desintegración del Estado.
Mientras uno lleva hijos a la escuela a la hora prevista y sin contratiempos y se detiene, camino a casa, a comprar helado, un centenar de migrantes son secuestrados en Veracruz, con o sin complicidad de las fuerzas federales, por sicarios de un cártel; un centenar de armas de alto poder –por inventar una cifra que nadie conoce a ciencia cierta– traspasan diariamente las fronteras nacionales, aventadas al ruedo de la muerte por la avidez comercial de los fabricantes y por la corrupción monumental de las autoridades; los campos petroleros son reticulados y repartidos, como si fueran rebanadas de pizza, a transnacionales extranjeras no menos sórdidas, en su ejercicio de control territorial, que los cárteles; las fuerzas militares asesinan a civiles, los clasifican como “delincuentes” y presentan cadáveres torturados y con el tiro de gracia; La Familia Michoacana impone impuestos de 30 por ciento a los cultivadores de aguacate, los Zetas avanzan en el control del comercio informal, y la cabeza visible de eso que aún se llama, por reflejo, gobierno federal, dice que él no tiene la culpa de nada y que se avanza por el camino correcto.
Claro que hay hospitales públicos que aún mantienen su funcionamiento a medias, que el fisco sigue enviando notificaciones a causantes morosos, que todavía operan los infernales laberintos burocráticos para abrir un negocio, renovar el pasaporte o levantar un acta por robo de vehículo. Allí donde aún no colapsa la delgada cáscara de la normalidad, la ciudadanía se aferra a ella con uñas y dientes, sometida al acoso creciente de autoridades que han dado en sospechar de todo mundo, menos de ellas mismas.
Es un poco enloquecedora esta coexistencia entre el inmaculado oficio de la Secretaría de Hacienda y la cartulina bajo la cabeza cercenada; entre la expedición regular de credenciales para votar y el desvío fraudulento de medio presupuesto estatal para inflar la campaña del aspirante oficial; entre la ausencia del ser querido por motivo de viaje a Orlando y el hoyo infernal del pariente levantado y desaparecido por pistoleros o por soldados; entre la tranquilidad de una cerradura bien aceitada y la fragilidad de los muros ante el poder de la artillería operada por todos los bandos; entre la insolencia de un gobernante que festina públicamente la guerra –nada que dialogar, a lo que pudo verse el jueves– y la orfandad de una población que acumula evidencias sobre la carencia de autoridades, la disolución de la legalidad y la multiplicación de poderes fácticos.
Por cierto: las tácticas para socavar las certidumbres de la población y su sentido de realidad están previstas en los recetarios de la guerra sicológica.
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