Durante décadas imperó la creencia de que el periodo maya
clásico había estado conformado por un conjunto de teocracias pacíficas,
encabezadas por sacerdotes que se dedicaban a observar el paso de los astros y
a realizar anotaciones cronológicas minuciosas, obsesivas y absurdas. En buena
medida el mundo le debe esa visión errónea a Eric Thompson, un arqueólogo
inglés que entre los años 30 y 70 del siglo pasado fue considerado la máxima
autoridad en el estudio de esa vieja civilización mesoamericana. Soldado en la
Primera Guerra Mundial y formado en Cambridge, trabajó posteriormente para el
Museo de Historia Natural de Chicago, el cual lo envió a Chichén Itzá en 1930.
Luego, bajo los auspicios del Instituto Carnegie, escarbó en Uxmal y en Cobá.
En Yucatán conoció al estadunidense Sylvanus Morley, un curioso personaje que
alternaba su trabajo de arqueólogo y cartografista con el de espía al servicio
de la inteligencia naval estadunidense y de la United Fruit Company. Morley
creía que las inscripciones mayas eran expresión de un sistema de escritura
jeroglífico en influyó en la visión de Thompson, quien las consideró
logográficas.
Entre
ambos crearon una visión palmariamente equivocada de los mayas clásicos que
fortaleció el aura de misterio con la que hasta la fecha algunos enmarcan las
viejas ruinas de Palenque, Bonampak, Tikal y Copán, por no hablar de Tulum, que
es a esos centros lo que EuroDisney a Notre Dame. En ausencia de conflictos
sociales mayores, el declive de las ciudades mayas desemboca obligadamente en
el enigma. La noción absurda de ciudades-estado dedicadas principalmente a
contemplar los astros y a registrar fechas sin ton ni son facilitó la tarea a
charlatanes posteriores que venden vínculos entre los mayas y los egipcios y
los visitantes procedentes de Próxima Centauri.
En
mayo de 1945, entre los restos de la incendiada Biblioteca de Berlín, un
soldado soviético de 22 años de nombre Yuri Valentinovich Knórozov rescató un
par de libros: Los códices mayas y la
Relación de las cosas de Yucatán de
Landa recuperada por el abate Brasseur de Bourbourg. Los volúmenes le
despertaron un interés tan intenso que al volver a casa se matriculó en la
carrera de Historia y diez años más tarde se doctoró con un estudio sobre la
escritura maya en el que demostró la existencia de una base fonética en las
composiciones de glifos de las estelas y los códices. Pese a que las formulaciones
del soviético empezaron a mostrar de inmediato su pertinencia y utilidad para
descifrar los signos hasta entonces impenetrables, Thompson las descalificó con
virulencia, llegando a decir que eran propaganda comunista.
Las
fobias del gurú de los mayistas significaron un retraso de varios lustros en la
decodificación de la escritura maya. Al paso de los lustros algunos estudiosos
gringos como Michael D. Coe y David Kelley reconsideraron el consenso creado en
torno al británico. Éste hubo de rendirse a la evidencia de los descubrimientos
realizados por Tatiana Proskouriakoff, rusa nacionalizada estadunidense, y
admitió que los mayas clásicos no habían sido la sociedad pacifista y utópica
que él había imaginado, pero no aceptó nunca la validez de los postulados de
Knorósov. Ya en la década de los 70, muerto Thompson, el método del ucraniano
fue aplicado en los glifos de Palenque y se logró descifrar la historia de la
dinastía de Pakal. A partir de entonces la “lectura” de las inscripciones mayas
ha avanzado a ritmo vertiginoso y se tiene, en la actualidad, la certeza de que
éstas no son concatenaciones inexpugnables de datos calendáricos sino,
básicamente, narraciones de encumbramientos y caídas de grandes señores,
guerras, sometimientos, victorias y derrotas militares. Knorósov coronó su obra
con un exhaustivo diccionario de glifos mayas, elaborado en colaboración con
Galina Yershova.
Hoy
se sabe, por ejemplo, que entre Calakmul y Tikal existió una rivalidad de
siglos, mucho más encarnizada que la que sostuvieron Thompson y Knórozov, que
empezó desde fines del periodo preclásico (2000 a 250 a. de C.) hasta los
alrededores del año 900 de nuestra era y que se tradujo en constantes y
sangrientas guerras que involucraron a señoríos menores como El Naranjo, El Caracol-Oxhuitzá,
Yaxchilán y Piedras Negras, y en el curso de las cuales Tikal y Calakmul se
derrotaron sucesivamente la una a la otra.
Otro
caso es el de la sublevación contra Copán encabezada por K’ak’ Tiliw Chan
Yopaat, señor de Quiriguá. Durante un largo tiempo esa localidad, a orillas del
Motagua, había sido vasalla de Copán. En julio de 695, Uaxaclajuun Ub’aah K’awiil
fue coronado como décimo tercer señor de Copán y bajo su autoridad la ciudad se
pobló de estelas esculpidas con un estilo característico de la región, hizo
remodelar tres templos, edificó un nuevo juego de pelota y en 724 puso a un
subordinado suyo al frente de Quiriguá: K’ak’ Tiliw Chan Yopaat. Éste pronto
dio signos de insubordinación: en 736 desafió a Copán, que era aliada de Tikal,
recibiendo como huésped a Wamaw K’awiil, rey de la lejana Calakmul, y a
la postre, muy posiblemente con ayuda de éste, tomó prisionero al ya para
entonces anciano Uaxaclajuun Ub’aah K’awiil y el 27 de abril de 738 lo hizo
decapitar en la plaza de Quiriguá, la cual logró así su emancipación, en tanto
que Calakmul debililitó a la dinastía de Copán, aliada de los gobernantes de
Tikal.
En los años 30 Aldous Huxley visitó Quiriguá –que había sido comprada en
unos cuantos dólares por la United Fruit– y escribió que sus estelas
representaban “el triunfo del hombre sobre el tiempo y la materia y el triunfo
del tiempo y la materia sobre el hombre”. Cierto o no, al gran novelista inglés
se le escapó un dato: aquellos monumentos representan, además, el triunfo
sangriento de unos humanos contra otros humanos.
Glifos
e inscripciones aparte, en el sitio arqueológico de El Mirador, que pudo
albergar a la más grande de las ciudades mayas del periodo clásico, se ha
encontrado recientemente restos de una batalla en gran escala: centenares de
puntas de flechas y lanzas de obsidiana mezcladas con astillas de huesos
humanos.
Ya
en el posclásico, tras el colapso de las grandes ciudades del periodo anterior,
los mayas siguieron siendo tan violentos como cualquier otro pueblo. La pieza
teatral Rabinal Achí, conocida también como Xajooj
Tun o “danza del tambor”, y que posiblemente data de los siglos XIV o XV,
cuenta una historia en la que el príncipe K’iche Achí es capturado y juzgado
por destruir cuatro poblados del señorío de Rabinaleb’. Tras ser condenado a
muerte, a K’iche Achí se le permite despedirse de su pueblo, se le ofrece
bebidas embriagantes y hasta se le concede el privilegio de bailar con la
princesa de Rabinaleb’ al ritmo del tambor.
Pero uno es un gran ignorante
en materias como la historia, la arqueología y ya no digamos la lingüística,
así que están muy en su derecho de considerar todo lo escrito arriba como una
infame calumnia y concluir que los mayas clásicos eran matemáticos y
astrónonomos pacíficos, que vivían en perfecta armonía con el universo y con su
entorno ecológico, que se la pasaban escudriñando un remoto fin del mundo, que
no mataban a una mosca –mucho menos a un semejante– y que estaban estrechamente
emparentados con los babilonios, los egipcios, los vikingos y los
extraterrestres.