Vienen intentos de nuevas reformas
legales regresivas, oligárquicas y depredadoras. Consumado el
despojo de conquistas laborales y de derechos sindicales a los
asalariados, el régimen se apresta a una expropiación petrolera de
signo contrario a la emprendida por Lázaro Cárdenas en 1938: ahora
el gobierno oligárquico que encabeza Enrique Peña Nieto articula la
sumisión legislativa para emprender –como quisieron hacerlo en su
momento Salinas, Zedillo, Fox y Calderón– la legalización de un
proceso que, en los hechos, viene ocurriendo desde hace décadas: la
transferencia de la industria energética a manos privadas.
El capital siempre quiere más y sus
sirvientes políticos fueron puestos en los cargos justamente para
ejecutar la privatización de empresas y servicios públicos: éste
es, junto con los contratos mafiosos y después de las guerras, el
narcotráfico, el secuestro y el tráfico de personas, el negocio más
jugoso (es decir, más concentrador de riqueza) en los tiempos
neoliberales. Por eso los conglomerados empresariales de México,
Estados Unidos y Europa han estado presionando, desde hace dos
décadas, por la “desincorporación” de Pemex.
El régimen enfrenta dos problemas para
operar este robo: el primero, de orden político, es la resistencia
social que habrá de enfrentar; el segundo es administrativo: si 40
centavos de cada peso de las finanzas públicas proceden de la
industria petrolera nacional, su privatización crearía un severo
desajuste presupuestal. Ello es así por el hecho simple de que las
grandes empresas y las grandes fortunas no pagan impuestos, o bien
pagan sumas ridículamente bajas en relación con sus utilidades.
En rigor, la pérdida del 40 por ciento
de los ingresos fiscales no marcaría ua gran diferencia para el
país, si se considera que el grueso de los recursos gubernamentales
no se invierten en beneficio de la población ni en obras reales y
efectivas sino que son “privatizados” a la mala por la vía del
saqueo, las comisiones, las adquisiciones infladas o simuladas, o
bien destinados a la perpetuación y legitimación del grupo
gobernante: compra de voluntades electorales, propaganda de
autoexaltación y demás.
Pero a la oligarquía dominante no
quiere para sí el 60 por ciento del presupuesto: lo quiere todo, y
la privatización de Pemex implica una merma considerable en los
recursos a su disposición. La forma ideada para tapar ese agujero es
una reforma fiscal que incremente los recursos que las clases medias
y la mayoría de la población aportan al fisco, sea por medio de
gravámenes al ingreso, al consumo o vía pago de tarifas diversas.
Sería ilusorio suponer que los amos del país van a modificar las
leyes hacendarias en perjuicio propio. Por el contrario, con la
reforma energética su vertiente empresarial buscará la manera de
hacerse con las utilidades de la industria petrolera, su sector
político y administrativo tratará de enriquecerse con los pagos
legales e ilegales que el sector privado desemblose por los pedazos
de Pemex, y ambos idearán la forma de pasar el costo de esas
operaciones a los causantes cautivos mediante una reforma fiscal
subsecuente.
Tratarán de operar estas reformas a
contrapelo de un consenso nacional contrario a la privatización que
se expresó en forma inequívoca en las jornadas de abril a octubre
de 2008, cuando el grueso de la sociedad resistió la intentona
calderonista de privatización de Pemex y logró conservar, en lo
sustancial, el estatuto público de la industria petrolera.
Ha transcurrido un lustro desde
entonces y muchas cosas han cambiado, para bien y para mal, en el
país. La postración social promovida desde el poder –mediante la
violenta mascarada de la “guerra contra la delincuencia” y por
medio de una estrategia económica abiertamente desintegradora del
tejido social– es más pronunciada hoy que en ese entonces, pero
también se asiste al surgimiento de tomas de conciencia social como
las que se expresaron durante el proceso electoral del año pasado,
cuando quedó claro que la oligarquía habría de imponer en la
presidencia al político más repudiado en la historia reciente del
país. Como consecuencia de ello, el gobierno de Peña Nieto debe
moverse con márgenes de respaldo incluso menores que los que tuvo
Calderón, lo que ya es decir mucho.
Se aproxima, pues, a lo que puede
verse, una nueva confrontación entre la oligarquía gobernante y el
resto del país y no será un día de campo para ninguno de los
bandos.
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