Uno se aleja del papel impreso o éste se aleja de uno conforme el texto va trasvasándose hacia los discos duros, las memorias USB, las tablet o la próxima baratija que salga al mercado la próxima primavera. Por alguna razón (posiblemente, vergüenza) el año pasado sentí la necesidad de frenar la máquina y regresar a la tinta sobre celulosa y devoré papel como no lo hacía desde décadas atrás.
Si se desea leer con método y estructura, para eso están las carreras universitarias y los posgrados. Lo mío ha sido siempre, más bien, una ensalada de temas, géneros y épocas, y así seguirá siendo. Tampoco soy lector de novedades, y lo mismo se me planta en las manos un libro de 1930 que uno recién salido de las prensas. No creo en los
rankings ni en los “top 10”. La pregunta esa sobre “los tres libros que han macado tu vida” es imposible de responder, sea porque no has leído ninguno, como Peña Nieto, sea porque leíste más de cuatro, y entonces ya te resulta imposible formular una respuesta honesta. Igual de boba es la cuestión de la lista de títulos que llevarías contigo a la isla desierta o al refugio nuclear. De modo que no es fácil presentar un informe de lectura mínimamente racional. Pero haré un intento por escribir sobre lo que, por un motivo o por otro, me resultó más significativo en los pasados 12 meses, y ahí va.
El más divertido: Tratado de las supersticiones de Pedro Ciruelo, edición facsimilar de la de Barcelona de 1628, UAP, 1986. Es un libro originalmente publicado en 1541 en el que el autor, como lo explica María Dolores Bravo en su prólogo, realiza un desesperado intento por clasificar pensamientos y prácticas que considera desviadas de la fe católica tal y como la entendía su segmento más ortodoxo. La tarea no es fácil porque en el momento en que el texto fue escrito el imperio español estaba infestado de gitanos nigromantes, conversos al protestantismo e indios idólatras, por no hablar de los judíos y mahometanos que aceptaron el catolicismo sólo de dientes para afuera y por la justificada razón de que no querían ser expulsados de España ni acabar en las parrilladas que organizaba el Santo Oficio. Para colmo, muchos cristianos viejos se dejaban llevar, entonces como ahora, por “ceremonias vanas” como “hacer la oración estando la persona derecha en pie, y se ha de decir tantos días ni más ni menos, y sin faltar en medio”, o con “los brazos abiertos en cruz, y no ha de mudar los ojos a cabo alguno, sino mirar de hito a una cosa”, o “que se diga con tantas candelas y de tal color”. Ciruelo advierte que “el pecado de esta manera en la oración es propiamente supersticioso, especie de idolatría y de hechicería, porque pone al hombre esperanza en ceremonia vana, que de sí no tiene virtud alguna para hacer aquel efecto y es un artificio que halló el Diablo para enredar a los malos cristianos en vanas ceremonias muy abominables a Dios y a sus santos”.
El más repulsivo: Calderón de cuerpo entero de Julio Scherer García, Grijalbo, 2012. La personalidad del que usurpó la presidencia de México entre 2006 y 2012 se proyecta, de manera inevitable, en los saldos de miseria, corrupción, violencia y sometimiento a los que llevó al país, y que están a la vista. Pero Scherer, en un texto articulado por sus pláticas con Manuel Espino, Luis Felipe Bravo Mena y otros panistas o ex panistas destacados, exhibe el comportamiento en corto de un hombre que se encuentra más allá de cualquier contención y del menor escrúpulo, un sujeto que convierte su insignificancia en odio, rencor y desconfianza hacia los demás y hacia el mundo en general. Y aunque uno, como lector, crea conocer la perversidad del régimen neoliberal y oligárquico, no deja de sorprenderse de que un hombre que sufre de carencias emocionales tan manifiestas y estremecedoras haya sido colocado en el cargo más importante de la administración pública, a pesar de los peligros evidentes que la movida conllevaba, a fin de salvaguardar las oportunidades de rapiña y depredación instauradas desde tiempos de Salinas para un pequeño grupo de logreros. Más allá del retrato personal, el librito del fundador de Proceso confirma y documenta en algunos de de sus pasajes algunas de las denuncias expresadas por Andrés Manuel López Obrador sobre la gestión de corruptelas en el entorno cercano de Calderón. Yo recomendaría tomar un par de tabletas de Dramamine antes de esta lectura.
El más perturbador: Desgracia de J. M. Coetzee (1999), en edición De Bolsillo, 2012 (Traducción de Miguel Martínez). Me hicieron el favor de desburrarme presentándome a este escritor afrikáner (Premio Nobel de Literatura 2003) del que no había leído nada y desde las primeras páginas lo detesté. Parece ser que la especialidad de Coetzee consiste en ponerlo a uno ante circunstancias morales incómodas: sin dejar de ser una buena persona, el viejo profesor se lleva a una alumna a la cama, o los negros de Sudáfrica son intrínsecamente delictivos pero hay que tolerarlos porque es políticamente correcto. Lo peor de todo es que la prosa del tipo no deja que uno suelte el libro y al final no parece quedar otro remedio que concluir que el mundo es una pinche basura. Coetzee es un narrador austero, riguroso, implacable y excelso, y se tiene muy merecido su Premio Nobel, pero hay autores que no hacen buena química con uno y para mí, éste es uno de ellos.
El más esclarecedor: México, la gran esperanza de (sic) Enrique Peña Nieto, Grijalbo, 2011. Al calor de las campañas electorales del año pasado me pareció que sería bueno leer las propuestas en los libros firmados por Peña y por Josefina Vázquez Mota. Guardo piadoso silencio sobre el de la segunda, pero apunto que me devoré el del primero, cuya presentación en la FIL de 2011 le valió al autor uno de los grandes panchos de su vida. En la lectura confirmé tanto su ansia de poder como su ausencia de proyecto. Con un subtítulo eminentemente gerencial (“Un Estado eficaz para una democracia de resultados”), el volumen es una crítica fácil y obvia a las presidencias panistas y un amasijo de promesas sin más denominador común que el de una visión neoliberal de la escuela de Interlomas. Si el libro tuviera algo así como tesis central, sería algo así como que el país está a la deriva y que hay que darle un rumbo. ¿Pero cuál? “Ah, pues primero voten y después averiguan”, parece responder cada página del tomo, en cuya factura estilística se notan los ensambles y las soldaduras entre textos de varios autores. Acaso la principal virtud de este libro no sea la de figurar en la historia de la literatura universal como la primera obra íntegramente redactada por un teleprómpter, sino que permitió prefigurar, desde un año antes, la clase de gobierno que padecemos a estas horas.
El más edificante: Manual de la buena lesbiana de Ana Francis Mor (emeequis ediciones, 2009). Cierro con un libro que debería ser declarado de lectura obligatoria desde la secundaria (si no es que desde la primaria) y cuya lectura disfruté línea a línea, desde el prólogo de Lydia Cacho hasta el colofón. Cuando se lee esta recopilación de colaboraciones periodísticas de Ana Francis, da la impresión de que uno está escuchando a la autora en una plática amena, desinhibida y llena de sentido común. Antes de llegar a la mitad del librito cualquier prejuicio que pudiera quedar en la mente del lector sobre temas de (homo, bi, trans, hetero o a) sexualidad formará parte de la lista de bajas colaterales de la lectura y quedará la convicción de que no hay razón alguna, a menos que la estupidez pueda considerarse razón, para que las diferencias de género, orientación y preferencias sexuales se conviertan en un obstáculo a la convivencia y a la comunión entre seres humanos.