12.2.13

Papam non habemus


Él adujo motivos de edad y de salud pero llama la atención que el primer Papa dimitente en siglos sea, también, un pontífice sumamente inepto que causó daños severos a la iglesia católica. Si se trataba de la relación con otros cultos cristianos o con otras religiones, Jospeh Ratzinger solía meter la pata y muchas de sus declaraciones, lanzadas desde la razón escolástica, si no es que patrística, causaron irritación justificada entre musulmanes, judíos y protestantes; en el ámbito político el ahora renunciante no fue capaz de formular una definición clara; en el terreno administrativo el Papa alemán mantuvo intacta, para mal, la proverbial opacidad del Vaticano, en un entorno planetario que reclama transparencia, y lo hizo en forma tan torpe que se le escaparon documentos escandalosos nada menos que por vía de su mayordomo, Paolo Gabriele; en lo social el papado de Benedicto XVI ha sido tan repelente como el de su antecesor a los dramas causados en el mundo por el modelo neoliberal y se ha conservado como activo promotor de la discriminación contra las mujeres y las minorías sexuales.

Peor aun, a pesar de las fuertes declaraciones, la iglesia católica no ha querido o no ha podido actuar con dignidad, verdad y justicia ante el patrón de abusos sexuales cometidos por miles de sus integrantes en contra de mujeres y menores de ambos sexos, lo que se ha convertido en una de las razones máximas del descrédito del clero afiliado a Roma.

Pero las mayores catástrofes del catolicismo en tiempos de Ratzinger ocurren en los ámbitos de la catequesis, la pastoral y el trabajo apostólico. El Vaticano ha abandonado a su suerte a los prelados y a las organizaciones católicas que buscan mejorar las condiciones de vida de los fieles y atenuar el sufrimiento social, y ha sido incapaz de enfrentar el avance de otros cultos y religiones en los mercados espirituales tradicionalmente católicos. En los casi ocho años del pontificado de Ratzinger, millones de católicos han transitado a las más diversas variedades de protestantismo, budismo e islam, y muchos más han caído en garras de esas empresas transnacionales que, disfrazadas de religiones, realizan negocios inescrupulosos aprovechando la credulidad y la ignorancia. Juan XXIII cimentó la influencia mundial del Vaticano en un sólido trabajo pastoral y en el aggiornamiento operado en el marco del Concilio Vaticano II; Paulo VI fue un político sensible y un promotor del ecumenismo; Juan Pablo II apostó al sex-appeal mediático para imponer sus posturas reaccionarias en todos los terrenos. Benedicto XVI, en cambio, ha estado colgado de los clavos ardientes de un pasado autoritario y de un perfil de teólogo dogmático. En un mundo atenazado por la desigualdad y el hambre, la discriminación, la corrupción, los crímenes de guerra, las epidemias, la crisis ambiental, las recesiones y la globalización delictiva, Ratzinger optó por combatir al Demonio y al pensamiento liberal.

Es cierto que la edad y los achaques pesan y puede ser que esas sean las razones reales y únicas de la abdicación del alemán al trono de Pedro; puede ser incluso que haya tenido presente la agónica tortura de su antecesor, quien se veía obligado –por la burocracia vaticana y acaso también por sí mismo– a emprender viajes a remotos destinos trasatlánticos cuando lo que necesitaba era más bien el traslado a una sala de cuidados intensivos. Pero podría ser, también, que la burocracia vaticana haya sopesado los saldos de desastre del papado de Ratzinger y que optara por hacer lo que hacen los consejos de administración con un gerente inepto: pedirle la renuncia. Por desgracia, no hay motivos para suponer que la opacidad característica del Vaticano se disipe en el corto plazo y quién sabe si lleguemos a saber los motivos verdaderos de esta dimisión. Por lo pronto, no hay Papa.


8.2.13

La Capitana


La Capitana es menuda y tiene la voz y los rasgos suaves pero su risa es de una hondura inesperada. Bajo un manto de tranquilidad y de inocencia hierven en ella los oficios, los libros y la música. La Capitana borda, hace origami con vidrio, sabe de agricultura y de comercio, y camina por los laberintos de la maternidad con amor y con certeza, como si fueran una avenida recta y ancha; conoce los secretos de la cetrería, entra y sale indemne de un escenario y además, por supuesto, es capaz de navegar con rumbo de barlovento y de escamotear la embarcación a las garras de la tormenta. En la cama, por el contrario, sabe invocar tormentas y lluvias copiosas y hacer que confluyan los ríos de dos cuerpos con recursos precisos de piel y de ternura. En la vida ha sorteado los tiempos de aridez y los tiempos de peligro y sigue de pie o, mejor dicho, sigue caminando. Algunos pensarán que La Capitana es un personaje de ficción, pero qué va: es una mujer de carne y hueso y en lo anotado aquí no hay nada de metafórico.



7.2.13

Mis libros del
año pasado


Uno se aleja del papel impreso o éste se aleja de uno conforme el texto va trasvasándose hacia los discos duros, las memorias USB, las tablet o la próxima baratija que salga al mercado la próxima primavera. Por alguna razón (posiblemente, vergüenza) el año pasado sentí la necesidad de frenar la máquina y regresar a la tinta sobre celulosa y devoré papel como no lo hacía desde décadas atrás.

Si se desea leer con método y estructura, para eso están las carreras universitarias y los posgrados. Lo mío ha sido siempre, más bien, una ensalada de temas, géneros y épocas, y así seguirá siendo. Tampoco soy lector de novedades, y lo mismo se me planta en las manos un libro de 1930 que uno recién salido de las prensas. No creo en los rankings ni en los “top 10”. La pregunta esa sobre “los tres libros que han macado tu vida” es imposible de responder, sea porque no has leído ninguno, como Peña Nieto, sea porque leíste más de cuatro, y entonces ya te resulta imposible formular una respuesta honesta. Igual de boba es la cuestión de la lista de títulos que llevarías contigo a la isla desierta o al refugio nuclear. De modo que no es fácil presentar un informe de lectura mínimamente racional. Pero haré un intento por escribir sobre lo que, por un motivo o por otro, me resultó más significativo en los pasados 12 meses, y ahí va.

El más divertido: Tratado de las supersticiones de Pedro Ciruelo, edición facsimilar de la de Barcelona de 1628, UAP, 1986. Es un libro originalmente publicado en 1541 en el que el autor, como lo explica María Dolores Bravo en su prólogo, realiza un desesperado intento por clasificar pensamientos y prácticas que considera desviadas de la fe católica tal y como la entendía su segmento más ortodoxo. La tarea no es fácil porque en el momento en que el texto fue escrito el imperio español estaba infestado de gitanos nigromantes, conversos al protestantismo e indios idólatras, por no hablar de los judíos y mahometanos que aceptaron el catolicismo sólo de dientes para afuera y por la justificada razón de que no querían ser expulsados de España ni acabar en las parrilladas que organizaba el Santo Oficio. Para colmo, muchos cristianos viejos se dejaban llevar, entonces como ahora, por “ceremonias vanas” como “hacer la oración estando la persona derecha en pie, y se ha de decir tantos días ni más ni menos, y sin faltar en medio”, o con “los brazos abiertos en cruz, y no ha de mudar los ojos a cabo alguno, sino mirar de hito a una cosa”, o “que se diga con tantas candelas y de tal color”. Ciruelo advierte que “el pecado de esta manera en la oración es propiamente supersticioso, especie de idolatría y de hechicería, porque pone al hombre esperanza en ceremonia vana, que de sí no tiene virtud alguna para hacer aquel efecto y es un artificio que halló el Diablo para enredar a los malos cristianos en vanas ceremonias muy abominables a Dios y a sus santos”.

El más repulsivo: Calderón de cuerpo entero de Julio Scherer García, Grijalbo, 2012. La personalidad del que usurpó la presidencia de México entre 2006 y 2012 se proyecta, de manera inevitable, en los saldos de miseria, corrupción, violencia y sometimiento a los que llevó al país, y que están a la vista. Pero Scherer, en un texto articulado por sus pláticas con Manuel Espino, Luis Felipe Bravo Mena y otros panistas o ex panistas destacados, exhibe el comportamiento en corto de un hombre que se encuentra más allá de cualquier contención y del menor escrúpulo, un sujeto que convierte su insignificancia en odio, rencor y desconfianza hacia los demás y hacia el mundo en general. Y aunque uno, como lector, crea conocer la perversidad del régimen neoliberal y oligárquico, no deja de sorprenderse de que un hombre que sufre de carencias emocionales tan manifiestas y estremecedoras haya sido colocado en el cargo más importante de la administración pública, a pesar de los peligros evidentes que la movida conllevaba, a fin de salvaguardar las oportunidades de rapiña y depredación instauradas desde tiempos de Salinas para un pequeño grupo de logreros. Más allá del retrato personal, el librito del fundador de Proceso confirma y documenta en algunos de de sus pasajes algunas de las denuncias expresadas por Andrés Manuel López Obrador sobre la gestión de corruptelas en el entorno cercano de Calderón. Yo recomendaría tomar un par de tabletas de Dramamine antes de esta lectura.

El más perturbador: Desgracia de J. M. Coetzee (1999), en edición De Bolsillo, 2012 (Traducción de Miguel Martínez). Me hicieron el favor de desburrarme presentándome a este escritor afrikáner (Premio Nobel de Literatura 2003) del que no había leído nada y desde las primeras páginas lo detesté. Parece ser que la especialidad de Coetzee consiste en ponerlo a uno ante circunstancias morales incómodas: sin dejar de ser una buena persona, el viejo profesor se lleva a una alumna a la cama, o los negros de Sudáfrica son intrínsecamente delictivos pero hay que tolerarlos porque es políticamente correcto. Lo peor de todo es que la prosa del tipo no deja que uno suelte el libro y al final no parece quedar otro remedio que concluir que el mundo es una pinche basura. Coetzee es un narrador austero, riguroso, implacable y excelso, y se tiene muy merecido su Premio Nobel, pero hay autores que no hacen buena química con uno y para mí, éste es uno de ellos.

El más esclarecedor: México, la gran esperanza de (sic) Enrique Peña Nieto, Grijalbo, 2011. Al calor de las campañas electorales del año pasado me pareció que sería bueno leer las propuestas en los libros firmados por Peña y por Josefina Vázquez Mota. Guardo piadoso silencio sobre el de la segunda, pero apunto que me devoré el del primero, cuya presentación en la FIL de 2011 le valió al autor uno de los grandes panchos de su vida. En la lectura confirmé tanto su ansia de poder como su ausencia de proyecto. Con un subtítulo eminentemente gerencial (“Un Estado eficaz para una democracia de resultados”), el volumen es una crítica fácil y obvia a las presidencias panistas y un amasijo de promesas sin más denominador común que el de una visión neoliberal de la escuela de Interlomas. Si el libro tuviera algo así como tesis central, sería algo así como que el país está a la deriva y que hay que darle un rumbo. ¿Pero cuál? “Ah, pues primero voten y después averiguan”, parece responder cada página del tomo, en cuya factura estilística se notan los ensambles y las soldaduras entre textos de varios autores. Acaso la principal virtud de este libro no sea la de figurar en la historia de la literatura universal como la primera obra íntegramente redactada por un teleprómpter, sino que permitió prefigurar, desde un año antes, la clase de gobierno que padecemos a estas horas.


El más edificante: Manual de la buena lesbiana de Ana Francis Mor (emeequis ediciones, 2009). Cierro con un libro que debería ser declarado de lectura obligatoria desde la secundaria (si no es que desde la primaria) y cuya lectura disfruté línea a línea, desde el prólogo de Lydia Cacho hasta el colofón. Cuando se lee esta recopilación de colaboraciones periodísticas de Ana Francis, da la impresión de que uno está escuchando a la autora en una plática amena, desinhibida y llena de sentido común. Antes de llegar a la mitad del librito cualquier prejuicio que pudiera quedar en la mente del lector sobre temas de (homo, bi, trans, hetero o a) sexualidad formará parte de la lista de bajas colaterales de la lectura y quedará la convicción de que no hay razón alguna, a menos que la estupidez pueda considerarse razón, para que las diferencias de género, orientación y preferencias sexuales se conviertan en un obstáculo a la convivencia y a la comunión entre seres humanos.