Aeronaves de todos los tamaños zumban por el espacio aéreo
de las redes sociales y dejan a su paso estelas de un vapor blancuzco y letal (chemtrails). Están fumigando al mundo
con virus de fiebre porcina o de gripe aviar, o bien con alguna ponzoña química
de aplicación incierta en una operación de bioingeniería, o tal vez con el
objetivo de bloquear la luz solar de manera paulatina para que proliferen los
hongos y las personas sufran carencia de vitamina D. Por órdenes procedentes de
Estados Unidos o de la OTAN, ha comenzado un genocidio en gran escala o, cuando
menos, la ind--ucción de estados de apatía masiva mediante la dispersión en la
atmósfera de “neuroactivos, nanotúbulos de carbono y otros productos
biocompatibles”. Se multiplican los reportes en texto, foto y video,
procedentes de Brasil, de España o de México. Esta semana las fuerzas aéreas de
India y de Nigeria interceptaron y obligaron a aterrizar a aviones ucranianos
fletados por la US Air Force para esparcir agentes biológicos no determinados.
El guión se complementa con la explicación fehaciente y
calvinista de que las vacunas, en vez de evitar la enfermedad, la desencadenan
y liquidan, no tan a largo plazo, al organismo que las recibe. O sea que
estamos atrapados entre la maldad de los fumigadores asesinos y la perversidad
de la industria farmacéutica mundial, dispuesta a exterminar a la especie
humana; nos encontramos tan inermes como unas aves de corral bajo una lluvia de
ácido sulfúrico. Y sí, así estamos.
Es impresionante la fidelidad con la que las leyendas
urbanas retratan los estados de ánimo del colectivo y sorprende la veracidad
alegórica de sus narraciones. Los virus aerotransportados son una amenaza tan
definitiva y poderosa como ese “consenso de Washington” que, en la vida real, nos
ha fumigado durante décadas y ha causado en el mundo millones de muertes por
hambre, por guerra y por desesperación. Sus ideólogos y los responsables de las
aplicaciones locales –gobernantes y funcionarios ruines y abyectos que han
venido rebosando los basureros de la historia– actúan a plena luz del día,
blindados en su propio cinismo y, salvo excepciones, permanecen impunes.
También son evidentes los estragos que han dejado en la carne social. Los
aviones que dejan sus estelas de vapor genocida bajo cielos azules y límpidos
son la representación perfecta de la flagrancia con la que imponen sus
intereses los capitales financieros, las mafias del dinero, sus gerentes
generales, como Obama y Merkel, y sus procónsules locales, como los Rajoy, los
Salinas-Zedillo-Peña, los Fox-Calderón, los Menem y los Fujimori.
Los contrapesos a la embestida neoliberal (el estado de
bienestar o los países llamados socialistas), así resultaran un tanto míticos,
se han venido derrumbando en los últimos cinco lustros y desde entonces han
surgido pocas alternativas civilizatorias a la barbarie del libre comercio, el
ajuste estructural, la desregulación y la “modernización” globalizadora. En
China se erigió, con los mismos ladrillos del maoísmo, una dictadura del
empresariado; las protestas altermundistas surgidas en la década antepasada se
desgastaron en el curso de la pasada; los indignados y los occupy no encontraron un cauce de largo aliento para la rabia
colectiva; los ciudadanos progresistas, laicos y democráticos que derribaron a
la momia egipcia Hosni Mubarak fueron marginados del poder con facilidad; los
partidos que generaban esperanza se han vuelto piezas de los aparatos de
control político. Al poderío de Occidente le han surgido adversarios de cuidado
que se le diferencian en el plano geoestratégico (el bloque BRICS), pero no en
lo político, social y económico. Las excepciones al desorden mundial de los
capitales están más bien en Sudamérica.
Es más fácil asimilar el símbolo de una maldad simple,
directa y perfecta, como la de los aviones asesinos, que la complejidad del
neoliberalismo, por más que su acción destructiva y sus efectos desastrosos
sean tan evidentes. Y no es sencillo reconocer, sin el recurso a formulaciones
simbólicas, el desamparo de la humanidad y su incapacidad, hasta ahora, de
acabar con esa construcción de una ínfima
minoría que tanta devastación ha causdo a las mayorías, al entorno
ambiental y al desarrollo ético de la especie.
Los consumidores de conspiraciones dejan de lado
consideraciones tan básicas como que el uso reglamentario de armas de
propagación atmosférica (químicas y biológicas) fue descartado por las grandes
potencias desde hace cien años –en la Primera Guerra Mundial– y no precisamente
porque los estrategas fueran buenas personas, sino porque esta clase de armas
son un cuchillo de doble filo y resultan demasiado peligrosas para quien las
emplea: basta con un cambio en la dirección de los vientos para que los
combatientes del bando propio mueran como moscas por el efecto de sustancias corrosivas,
neurotóxicas o infecciosas; desde entonces, esas armas han sido empleadas sólo
de manera excepcional y localizada (Irak, Siria) o experimental (Estados
Unidos, Unión Soviética, Francia). En nuestra época, cualquiera que se tomara
la molestia de procurar la propagación planetaria de una epidemia o de nubes
nocivas correría el riesgo inevitable de sucumbir a ellas. “¡Ah, pero los
responsables de los ataques tienen antídotos secretos!”, respingarán los
convencidos.
Ante el sentido común los relatos conspiracionistas tienen
la ventaja de la modularidad: pueden ser ensamblados entre sí sin necesidad de
un gran esfuerzo intelectual: ya no sólo
se fumiga desde aviones, sino también desde platillos voladores. Y como los
autores de una maldad tan enorme contra la humanidad han de ser,
necesariamente, no-humanos, los creyentes de este nuevo apocalipsis sacan de su
mansión del terror a los reptiles extraterrestres que controlan el mundo
(illuminati) para que tomen el mando de las aeronaves usadas para perpetrar el
gran crimen. Con esta articulación neomitológica se puede sortear, además, el problema de la
vulnerabilidad de los fumigadores a sus propios virus (¿alguien ha visto una
lagartija con gripe?) y, de paso, se elude el doloroso reconocimiento de los extremos
de crueldad a los que somos capaces de llegar los homo sapiens.
Los alarmados de última hora olvidan, asimismo, que las más
devastadoras conspiraciones del siglo recién pasado tuvieron lugar a la vista
de todo mundo: el ascenso del nazismo en Alemania y la instauración planetaria
de la barbarie neoliberal misma. Jóvenes, no hacen falta aviones fumigadores
para envenenarnos en masa: para eso basta con los camiones repartidores de
Bimbo y de Coca Cola que recorren, palmo a palmo, los puntos cardinales de
México y que ya provocaron una epidemia de obesidad en la población. Bueno,
pero admitamos que es más original y divertido indignarse por la dispersión
misteriosa de sustancias nocivas en la alta atmósfera que por la palpable
mierda que dejan las empresas mineras y petroleras en su sistemática, cotidiana
y documentada depredación del territorio. Y es más fácil ubicar al enemigo
–illuminati o terrícola– en un avión insolente que nos intoxica desde las
alturas que comprenderlo en su vastedad, en su complicación y en su ambigüedad
política, económica, social y humana, y emprender la extenuante, difícil e
incierta tarea de construir su derrota histórica.
3 comentarios:
Asi se habla maestro....
Jajaja, exacto... Es más fácil ver al enemigo en la lejanía que cuando lo tenemos enfrente, adentro, encima etc.
Estimado don Pedro Miguel:
Lo que voy a decir a continuación está relacionado con el texto que publicó el día de ayer en La Jornada:
Quiero comentarle que, honestamente, me decepcionó. Yo pensé que usted era un poco más crítico en cuanto a la versión oficial respecto a las fumigaciones que nos están haciendo los aviones militares gringos en estos últimos tiempos. Como ya lo dijo David Vargas en el foro de su nota el día de ayer, veo que ¿tampoco cree en el HAARP, verdad? ¿No cree en la guerra climática, verdad? Siento pena ajena por usted porque yo pensé no era sólo una persona informada y crítica sino también inteligente. Me decepcionó. Y gacho. Yo también soy de Regeneración, pero de otra generación.
Ocultar las palabras es ocultar las cosas. Pero no me crea, y siga descalificando la palabra “conspiración” y siga pensando que sólo la Coca-Cola, Bimbo y las mineras nos están envenenando, a fin de cuentas usted, yo, toda su familia y mi familia respiran del mismo aire, la misma contaminación y la misma fumigación. Pero nosotros respiramos la verdad.
Sin más por el momento, lo invito a que tengamos un debate serio, formal, documentado, objetivo y científico sobre este asunto, porque creo que lo que acaba de decir no es sólo de escribirlo, publicarlo y desacreditar a la gente a través de la ironía de su púlpito llamado La Jornada.
Respetuosamente
Hugo Medrano
hmedrano2@gmail.com
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