13.2.14

Autodefendámonos


Disculparán la simplificación: en décadas recientes el Estado, conducido por operadores al servicio de los grandes capitales, ha ido abandonando sus obligaciones legales en casi todos los ámbitos. Pero como la iniciativa privada no puede llenar todas las ausencias, porque no tiene la suficiente masa crítica financiera, o bien no quiere, porque se trata de invertir en actividades poco rentables, se redescubrió, por ahí de los años setenta del siglo pasado, el “tercer sector”, que es una propuesta para cubrir la orfandad por medio de una voluntad ciudadana organizada y solidaria. Causó furor el libro de Johan Van Lengen Cantos del arquitecto descalzo y la divisa “sin afán de lucro” se convirtió en patente de honestidad y de buena onda. Había nacido el oenegenismo moderno, que tantos resultados positivos ha tenido en la promoción de derechos humanos, causas de género, visibilización de los invisibles, protección a grupos vulnerables, desarrollo sustentable, luchas ambientales y comercio justo, y que ha hecho posible, también, la realización de pingües negocios al amparo de actividades “no lucrativas”.

En México, los gobiernos neoliberales han transferido toda suerte de potestades antaño reservadas a las instituciones públicas a empresas privadas. La seguridad, por ejemplo. Hasta hace unas décadas las únicas corporaciones privadas con armas eran las que se encargaban del traslado de efectivo (y que tienen un historial negro en materia de abusos, prepotencia y autoasaltos) y las hordas de guaruras, generalmente irregulares, encargadas de cuidar a picudos de la política, las finanzas y el espectáculo. Hoy no hay edificio de oficinas, condominio horizontal o fábrica que no tenga a sus puertas a varios elementos de alguna empresa de protección con algún logotipo que recuerda al del FBI.

Los servicios de seguridad privada son caros, es decir, el contratarlos queda fuera de las posibilidades económicas de la gran mayoría de la población. Sin embargo, el auge delictivo consustancial a la imposición del modelo neoliberal (por estos días, Salinas de Gortari se pavonea sin ningún pudor mientras se jacta de haberlo implantado) afectó, más temprano que tarde, a todas las personas, independientemente de su posición económica. Hace 15 o 20 años sólo se consideraba secuestrable quien tuviera una cuenta corriente bien abastecida y una abundancia de posesiones e hiciera ostentación de ellas. Ya en el sexenio de Fox el secuestro afectaba a profesionistas y a pequeños empresarios y a sus familiares, y las sumas del rescate exigidas podían ser de 20 mil pesos. Hoy, la gran masa de candidatos a la privación ilegal de la libertad no está conformada por magnates sino por individuos en extrema indefensión: migrantes, menores de familias de escasos recursos, habitantes de barrios marginales. El “secuestro express”, la extorsión y el tráfico de personas han “democratizado” la victimología de la delincuencia y han llevado a la criminalidad a incursionar en la práctica capitalista de la economía de escala. Un componente fundamental de este fenómeno es la creciente descomposición de las corporaciones policiales –federales, estatales y municipales–, entre las cuales es frecuente encontrar cómplices o ejecutores directos de agresiones delictivas contra ciudadanos de todas las clases sociales.

Felipe Calderón intentó encauzar la angustia social provocada por el auge delictivo con una de las propuestas más perversas fraguadas durante su desgobierno: la “corresponsabilidad” de la ciudadanía en la recuperación de la seguridad pública, ya perdida para entonces en buena parte del territorio nacional. La parte medular de esta idea era convertir a los ciudadanos en general en soplones de la policía, dada la incapacidad de ésta para realizar una mínima tarea de inteligencia que le permitiera derrotar a los grupos delictivos. Así considerada, era una propuesta peligrosa, no sólo porque, ante la infilitración de las instituciones policiales por la delincuencia existía el riesgo de que los delatores fueran delatados a su vez ante sus acusados –y descuartizados a la brevedad, como ocurrió en innumerables casos–, sino también por el riesgo de que cualquier persona poco escrupulosa convirtiera una rencilla personal en un motivo de denuncia anónima.



Pero lo más grave es que el disparate de Calderón era abiertamente contrario a la Constitución, la cual señala de manera inequívoca, en su artículo 21, que “la investigación de los delitos corresponde al Ministerio Público y a las policías” y que “la seguridad pública es una función a cargo de la Federación, el Distrito Federal, los estados y los
municipios”. El precepto de la Carta Magna refleja, a su manera, el principio bien conocido de que el monopolio de la fuerza y de la procuración e impartición de justicia debe recaer en el Estado. La ciudadanía no tiene porqué andarse cuidando de los delincuentes: para eso paga impuestos a una autoridad que se encarga de hacerlo. Por lo demás, una sociedad organizada en hordas de individuos armados deja de serlo y se convierte, muy pronto, en un escenario característico de la caída de una civilización (Mad Max).

Pero los gobiernos neoliberales han incumplido en forma sistemática sus obligaciones en materia de seguridad (además de que han degradado el tejido social y han orillado a cientos de miles o millones de personas a integrarse a alguna de las modalidades de la delincuencia) y han dejado regiones enteras al arbitrio de los cárteles. Como resultado de ello, hoy el “Tercer Sector” empieza a ocuparse también del tema. Si hubiera que describir de alguna forma a las autodefensas michoacanas, habría que concebirlas como una suerte de institución de asistencia privada (iap) en armas, en contraposición a los Caballeros Templarios, definidos (y bien definidos) por uno de sus cabecillas como “empresa”: una empresa que ocupó el espacio dejado por el gobierno en plena retirada neoliberal.

Las innumerables declaraciones del doctor Juan José Mireles, de Estanislao Beltrán, Papá Pitufo, y de Hipólito Mora, rezuman olor a honestidad. Es posible también que las acusaciones en contra de Juan José Farías, El Abuelo, sean una de esas fabricaciones con testigos protegidos fraguadas durante el calderonato y su productor televisivo Genaro García Luna (y si fuera el caso, es una pena que el comisionado federal Alfredo Castillo Cervantes, en vez de contar con la información pertinente, se escude en su inocencia angelical para justificar su encuentro de días pasados con ese pretendido operador del cártel de Los Valencia). Quién sabe si las autodefensas michoacanas surgieron por acción encubierta (del gobierno, de grupos delictivos, de empresas mineras) o por mera omisión evidente del gobierno. El problema es que, independientemente de la buena o mala voluntad de sus líderes e integrantes, son un fenómeno ominoso y difícilmente controlable. Un ejemplo: desde que entraron en Apatzingán se acumulan los testimonios sobre cateos, allanamientos y capturas ilegales y sobre golpizas a individuos detenidos de manera conjunta por los civiles armados y la Policía Federal.

Lo peor de todo es que el ejemplo cunde y que hoy se multiplica el llamado: “autodefendámonos”.



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