Estamos en octubre de 1992, en plena fiebre del quinto centenario de esa cosa que nadie sabe ya cómo se llama (descubrimiento, encuentro, desencuentro, encontronazo, colisión, preludio de invasión y genocidio) y de la que el pobre Almirante, si hemos de ser justos, fue culpable sobre todo en grado de despiste y extravío. Mientras la estatua de Colón era bombardeada y rebozada a huevazos en el Paseo de la Reforma y el conquistador Mazariegos era derribado de su pedestal en San Cristóbal de las Casas, yo leía y releía con deleite “La verdadera historia de un tal Miguel de Cervantes, Gobernador del Soconusco”, que escrita fue por la pluma perspicaz de Antonio García de León, con un rigor histórico tan acucioso como florido, y a la que sólo le faltó una historia verdadera.
Versa la tal crónica sobre el destino que habría podido tener el autor del Quijote si las autoridades del Reino hubiesen dado respuesta favorable a su petición –fruto de la exasperación por las persecuciones burocráticas de que era víctima– de obtener “un oficio en las Indias, de los tres o cuatro que al presente están vacíos, que es uno la contaduría del Nuevo Reino de Granada; o la gobernación de la provincia de Soconusco, en Guatimala; o contador de las galeras de Cartagena; o corregidor de la ciudad de La Paz” y le hubiesen concedido el segundo de esos cargos.
El memorial de García de León glosa algunos textos escritos por Cervantes en su destino del mar del Sur (“partes importantes de un diario, acompañado de apuntes de lo que pudieron haber sido novelas, romances, sonetos, autos y comedias, así como algunas cartas interesantes”) y sus menciones a tradiciones, cuentos y entremeses de la región, así como a sus autores; refiere las aventuras amorosas y las correrías de Miguel Cervantes Mazapiltzin en ese apartado confín de las Indias; da cuenta de los infortunados lances justicieros en los que se vio envuelto por las muchas injusticias y corruptelas con las que iba topando; esboza la temprana catástrofe social que desencadenó el orden colonial recién impuesto; cuenta cómo se le fue secando el seso al personaje, de qué manera perdió la Gobernación y la forma en que ocurrió “la saca y conducimiento de su espíritu”, el 23 de abril de 1616, en una estancia de beneficio de cacao en Ocelocalco, localidad abandonada en la que hoy sólo unos pocos arqueólogos picotean entre la hierba.
Leí, releí, recorté, guardé, traspapelé perdí y añoré por años ese texto, publicado en La Jornada Semanal el 11 de octubre de 1992. Hace unos días, el tuitero Shadi Rohana tuvo la gran idea de subirlo a Scribd y volví a agasajarme con su lectura.
Entre las sorpresas del legajo cervantino hallado por el embusterísimo autor “en la catedral de Oaxaca, buscando los desperdigados registros de diezmos y cofradías de su obispado”, se menciona una carta de Mateo Alemán, “enviada a Cervantes desde Sevilla el 20 de abril de 1607, poco antes de embarcarse hacia la Nueva España, en donde encontraría poco de la fortuna y el mérito buscado, y sí mucho de la muerte”.
Alto ahí, alto ahí: Mateo Alemán pidió, al igual que Cervantes, un puesto en la administración colonial de las Indias, pero los paralelismos entre uno y otro no terminan en eso. Ambos nacieron el mismo año (1547); de el autor de El Quijote se sospecha sin confirmación que tiene, por ambos lados, ancestros judíos convertidos al cristianismo a la fuerza por la intolerancia bárbara de los Reyes Católicos. En el caso de Alemán tal ascendencia es incluso más probable y se dice que en su rama paterna figura un Alemán mayordomo de Sevilla que a fines del XV acabó en la hoguera inquisitorial por judaizante.
Cervantes era nativo de Alcalá de Henares y posiblemente cursó estudios preuniversitarios en Sevilla; Alemán fue natural de Sevilla y se tiene por cierto que estudió Medicina –sin concluir– en Alcalá. Uno y otro escribieron sendas novelas cuyos personajes principales fueron posteriormente pirateados. En el caso del ingenioso hidalgo se conocen cientos de continuaciones apócrifas y de imitaciones honestas, siendo la más célebre la que pergeñó alguien bajo el seudónimo de “Alonso Fernández de Avellaneda” y que fue publicada en Madrid en 1614, nueve años después que el Quijote original, lo que motivó a Cervantes a escribir su propia segunda parte. Alemán, de su lado, publicó su novela picaresca Guzmán de Alfarache en 1599 y tres años más tarde se llevó la desagradable sorpresa de verla continuada con pluma ajena en una edición firmada por un “Mateo Luxán de Sayavedra”. Al igual que Cervantes, el legítimo autor del Guzmán decidió escribir su propia secuela, la cual fue publicada en Lisboa en 1604.
Antes de eso, en 1593, Mateo Alemán, en calidad de juez visitador, fue enviado a las minas de mercurio de Almadén, propiedad de los banqueros Fúcares, para inspeccionar los trabajos forzados realizados por prisioneros, muchos de ellos gitanos. El informe secreto que Alemán rindió a la Corona es un documento terrible: “hacía entrar a los forzados en el horno, estando abrasando, a sacar las ollas y que del dicho horno salían quemados y se les pegaban los pellejos de las manos a las ollas y las suelas de los zapatos se quedaban en el dicho horno y las orejas se les arrugaban hacia arriba del dicho fuego y que de la dicha ocasión habían muerto veinticuatro o veinticinco forzados”. Siglos más tarde, Juan Peña, El Lebrijano, lo puso en clave de cante jondo:
Señor don Mateo AlemánEl enorme éxito de ventas del Guzmán de Alfarache –lo que hoy en día llamaríamos un bestseller– no impidió que su autor fuera acosado por las deudas. En 1608 Alemán, siempre perseguido, al igual que Cervantes, por las intrigas burocráticas, logró hacerse de un puesto en América. En la ciudad de México fue destinado al servicio del arzobispo y luego virrey fray García Guerra. En este lado del Atlántico escribió y publicó una Ortografía castellana (1609), con propuestas para la reforma ortográfica del idioma. García Guerra murió accidentalmente en 1612. El novelista redactó una semblanza de su patrón, rematada por una oración fúnebre. “La última noticia que de él se tiene es que se encuentra residiendo en Chalco en 1615”, se asienta en Las literaturas hispánicas (Picon/Schulman, Vol. 2, p. 119). “No se tienen más datos de él y debió morir poco después”, indica Wikipedia en español. “Se dice que aún vivía en 1617”, dice su similar en inglés, basándose en la entrada de la Britannica de 1911, redactada por James Fiztmaurice-Kelly. En 2011 Juan Cartaya, sevillano doctorante en Historia dijo haber hallado en un archivo de su ciudad un testamento de Catalina de Espinosa, con la que nuestro personaje tuvo que casarse para que le perdonaran algunas de sus deudas, en el que se afirma que Alemán “murio en la ciudad de México en el año de mil y seiscientos y catorce” y que “se había pedido limosna para enterrallo”.
cuando despuntaba el día,
a sacar las ollas del horno
y los pellejitos nos crujían.
Con el palo y con los mimbres
insultaban nuestras vidas.
Antes de que nos muramos todos,
señor don Mateo Alemán,
por Dios,
date prisa.
Quién sabe. Puede ser que el autor del Guzmán decidiera pasar sus últimos días en una estancia cacaotera del Soconusco, al lado de su colega Miguel Cervantes Mazapiltzin, y que las horas postreras de ambos hayan transcurrido en forma apacible, en un abril de 1616, entre pláticas literarias, recordación de andanzas e infortunios y libaciones con chocolate.