21.3.14
Seres alados y no tanto
Hubo un día especialmente intenso en la vida de Leda. Caminaba por la ribera del río Eurotas cuando vio un cisne al que un águila intentaba dar caza. Se apiadó del perseguido, le dio cobijo en sus brazos y cayó en la celada, porque en realidad el pájaro fugitivo era el mismísimo Zeus, y su propósito no era escapar de un depredador sino colocarse justo allí, junto al cuerpo desnudo de la reina de Esparta, para copular con ella. A juzgar por lo que se plasmó después en la escultura y la pintura clásicas, a la incauta el plan no le resultó desagradable. Después de aquel encuentro Leda volvió a su casa y yació con su marido. Resultó fecundada en ambas relaciones y al cabo de 31 días (periodo de gestación del Cygnus cygnus) o de nueve meses (medida del embarazo humano) puso dos huevos. Del primero de ellos nacieron Helena y Pólux, hijos del tonante, y el cascarón del segundo fue roto por Cástor y Clitemnestra, mortales. Aunque sólo eran medios hermanos, Cástor y Pólux fueron considerados gemelos y conocidos, en lo sucesivo, como los Dioscuros.
Tal vez lo anterior sea mentira. Pudo haber ocurrido, en realidad, que la mujer seducida por el dios emplumado haya sido Némesis, la cual intentó librarse del acoso del padre de los dioses tomando forma de diversos animales. Cuando se convirtió en oca, Zeus, vuelto cisne, la violó. Némesis fue preñada, dio a luz a un huevo y éste fue posteriormente entregado a Leda para que lo empollara, y ya luego nació Helena. Es una pena que, independientemente de este episodio, Némesis haya quedado como hija de la oscuridad primordial y como sinónimo de la venganza y de la envidia, aunque bien es cierto que envidia y venganza son los embriones de la justicia retributiva y del principio de equilibrio que sanciona los excesos y las demasías materiales con que la diosa Fortuna emborracha a los mortales. Cuando a la justicia humana le queda demasiado corto el brazo, muchos prenden veladoras en honor de Némesis.
Puede ser que Némesis o Leda se hayan sentido atraídas por el dios transfigurado en un ave que representa el alma inmortal que canta de alegría en el momento postrero de su envoltorio corporal porque siente cercano el momento de su liberación. Pero puede ocurrir, también, que la mitología en su conjunto sea un manojo de mentiras, que no haya habido cisne ni dios ni transfiguración alguna, y que el episodio refleje, simplemente, un episodio cualquiera en el que dos mortales quisieron rendirse a la llamada del deseo.
Cástor y Pólux no tenían más atributos de ave que la cobertura amniótica en la que se gestaron, mero reflejo del disfraz del padre; habían sido procreados por criaturas divinas o mortales pero básicamente antropomorfas. Otro ejemplar de la mitología griega que nació de huevo es Eros, surgido, al igual que sus hermanos Gea y Tártaro, del primigenio Caos (Hesíodo), o bien concebido, al igual que Némesis, por Nix y Érebo, deidades de la noche y las tinieblas (Aristófanes), o bien hijo (híjole) de Poros y Penia, o de Afrodita con Ares, Hermes o Hefesto.
Un contraste real y pedestre con las historias referidas es el de los jóvenes campesinos que a lo largo de los milenios han incurrido en bestialismo con gallinas y otras aves de corral sin haber por ello engendrado a la diosa Victoria, a uno que otro querubín ni a cualquier otra criatura alada. El tema de estos intercambios eróticos es complicado y lleno de aristas, no sólo porque es difícil conocer su magnitud, su frecuencia y sus variaciones en distintas épocas, sino también porque conlleva, entre otras cosas, debates sobre virtud y pecado, conductas normales y anormales, sexo y afecto.
Agréguenle que a últimas fechas los protectores de los animales han entrado a la polémica, unos para condenar de tajo cualquier práctica sexual interespecies como una más de las modalidades de lo que llaman maltrato animal, y otros para alabar los beneficios de relaciones consensuales y afectuosas capaces de potenciar la vinculación igualitaria entre especies diversas, como lo argumenta el filósofo animalista Peter Singer.
Y como para que una persona posea alas no basta ni con el divino semen de Zeus, queda el camino de la ingeniería, que es el que siguieron Dédalo y su hijo, Ícaro, quienes escaparon de Creta y del cautiverio al que los tenía sometidos el rey Minos mediante el ingenioso recurso de fabricar unas alas con plumas unidas con cera e hilo. El artífice de laberintos advirtió a su vástago que no sobrepasara cierta altitud pues el calor del Sol podría derretir la cera que unía las plumas. Pero al elevar el vuelo Ícaro se engolosinó, ascendió más allá de lo prudente y se precipitó al mar cerca de una pequeña isla del Egeo que hoy, en recuerdo suyo, se llama Icaria. Dédalo, por su parte, logró completar el vuelo Creta-Sicilia, llegó a su destino sano y salvo y allí vivió nuevas aventuras. La divinidad había dejado de ser un ingrediente indispensable para volar.
Dejemos de lado por un momento al “monje volador” Bartolomeu Lourenço de Gusmão; al español Diego Marín Aguilera, quien el 15 de mayo de 1793 voló 390 metros a bordo de un artefacto de hierro y plumas; a los hermanos Montgolfier; a Henri Griffard, inventor del dirigible; al campesino polaco Jan Wnêk, quien entre 1860 y 1870 realizó varios vuelos en un planeador inventado por él mismo; al francés Félix du Temple, quien acuñó el término monoplano; al desafortunado alemán Otto Lilienthal, quien se rompió la crisma en un planeador después de intnetarlo sin éxito más de dos mil veces; a los estadunidenses John Joseph Montgomery y Octave Chanute.
Pogamos también entre paréntesis al puñado de aviadores entre quienes se disputa el récord del primer vuelo en un aparato autopropulsado, controlable y más pesado que el aire: el alemán Gustave Whitehead; el inventor neozelandés Richard Pearse y, desde luego, el brasileño Santos Dumont y los hermanos Wright.
En el año 400 a. C. El filósofo, general y estadista Arquitas de Tarento intentó volar con una paloma de madera que era impulsada por un chorro de aire generado por algún mecanismo desconocido y se elevaba más de 100 metros. Hace dos mil años, en China, el estratega Kong Ming, con el propósito de iluminar el campo de batalla en confrontaciones nocturnas, desarrolló artefactos (“linternas de Kong Ming”) semejantes a nuestros globos de Cantolla. Estos últimos se llaman así por el telegrafista mexicano Joaquín de la Cantolla y Rico, piloto de globos aerostáticos del siglo XIX, aunque se ha popularizado la grafía “Cantoya”.
Se cuenta que en 852 el químico y poeta Abbás Ibn Firnás se lanzó al vacío desde un minarete de la Mezquita de Córdoba provisto de un paracaídas. 23 años después, con unas alas de madera recubiertas de seda y plumas, voló por diez segundos tras aventarse desde lo alto de un cerro. Aterrizó mal y se rompió las piernas, pero vivió una década más, lo suficiente para comprender que a su invento le había faltado un mecanismo de dirección.
Resultado semejante obtuvo, un siglo después, el benedictino inglés Elmer de Malmesbury, quien se lanzó desde la torre de la abadía del mismo nombre a bordo de un planeador rústico. Una vez que sanó de las fracturas, sus superiores de la orden le prohibieron de manera terminante que emprendiera nuevos experimentos aéreos.
Hoy nos metemos a Internet y sin pensarlo dos veces compramos un boleto de avión a Sydney o a Berlín, y volamos más preocupado por no perder la próxima conexión o la tarjeta de crédito que por perder la vida en el intento. De cuando en cuando (“la bruja está suelta”, dicen los pilotos experimentados) una racha de accidentes aéreos nos recuerda que volar no es lo nuestro. Y sin embargo, a pesar de la rutina odiosa de aeropuertos repletos de policías, aduanas, agentes migratorios, sospechas y sucursales de comida rápida, en nuestro fuero interno seguimos soñando con el acto individual de alzar el vuelo, de ser híbridos de dioses y de pájaros, de tener alas.
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