Bajan el abuelo con la nieta, el nieto sin la abuela, el
chavo de secundaria, la preparatoriana; bajan el mecánico con paso blando y la
oficinista de tacones gastados; la comerciante sin su marido; el niño con su
merienda escolar apelmazándose en la mochila; el chavo con su plan; la novia
con su recuerdo. Y bajan todos, desde los cerros que albergan al pobrerío del
poniente y que desde el espacio se miran con la vegetación mordida por el
asfalto: un verde cercado por costras grises.
“¡Hacemos costras!”, exclamó sorprendido mi amigo Ramón
Álvarez Larrauri cuando, hace unos años, descubrimos Google Earth. Tres décadas
antes él me había infectado con el virus de la curiosidad al enseñarme la
primera Apple II que vi en mi vida. Y pasó el tiempo y mucho después veíamos
las costras que forma la humanidad sobre la superficie del planeta: la imagen es
perfecta para ese pensamiento antihumanista que está tan de moda y que se solaza
concibiendo a la nuestra como la peor de las especies. Y sí, hacemos costras
pero también hacemos sinfonías, curamos el ala fracturada de un pájaro y somos
los únicos depredadores que conocen el remordimiento.
De los cerros pobres del poniente bajan el ratero con su
remordimiento y el hombre honesto con su tarjeta del Metrobús y la chava que no
pudo bailar en la fiesta del sábado anterior y la vieja despachadora de
farmacia que está harta de todo pero que sigue acudiendo a su trabajo tras el
mostrador. Entre todos conforman un ejército que se moviliza hacia el centro de
la urbe y que en alguna arteria que corre de norte a sur o de sur a norte se
encontrará con sus prójimos desconocidos que vienen de los llanos del oriente y
se mezclarán todos como células rojas en el torrente sanguíneo de la ciudad.
Todas las mañanas ejecutan esa batalla de cerco. Todas las mañanas salen
victoriosos de ella y acto seguido se rinden al trabajo, al estudio, al
comercio, al trámite, al amor, al robo.
La multitud se mueve entre las sombras porque el sol aún no
ha salido. Hay que ganarle la carrera al sol, anticiparse al embotellamiento,
conquistar unos cuantos litros de espacio en el transporte público, hacerse con
un sitio en el tianguis, evitar a toda costa que el reloj checador muerda la
mano. Técnicamente es aún la madrugada pero esta muchedumbre hace ya rato que
se arrancó las sábanas, los sueños y las lagañas y echó mano de sus
electrodomésticos para desgarrar o tostar o calentar algo para empezar el día.
Los que no, se comen un tamal exprés en una esquina o compran por diez pesos
una bolsita de plástico con un pan gomoso y una bebida envasada, ofrecida
eufemísticamente como desayuno. Y siguen a paso rapidito rumbo al paradero de
microbús o hacia la estación de metro, o bien –los más rezagados, los menos
afligidos de dinero– se pelean fugazmente el servicio de un taxi.
La alborada es inminente y hay que apretar el paso. ¿Habrá
otro idioma, además del español, que tenga por homónimos el amanecer y el
futuro? Nos basta con transitar del femenino al masculino para convertir la
mañana en el mañana. Será porque justo cuando empieza el día las sombras,
tratando de impedir una derrota a fin de cuentas inevitable, se aferran con
uñas y dientes a superficies y volúmenes y todo lo vuelven tan incierto y
fantasmagórico como las cosas que aún no han pasado. Pensándolo bien hay
sabiduría y optimismo en el uso léxico que contagia de luz al porvenir y proyecta
el alba hacia lo que vendrá.
“Por eso estamos como estamos” es un reproche multipropósito
y aplicable a mansalva pero sin un significado
particular. ¿Por qué estamos como estamos? ¿Por huevones? ¿Por agachados? ¿Por
levantiscos? ¿Por transgresores? ¿Por educados? ¿Por contenidos? ¿Por
incontinentes? Nadie lo sabe a ciencia cierta y nadie menos que nadie en esta
mañana en la que todo mundo tiene el empeño resignado, entusiasta o hasta burlesco
de empezar el día.
Lejos de esta penumbra rala, en las oficinas y despachos
usurpados al pueblo, una cuadrilla de maleantes con corbata y nombramiento
oficial ha empezado ya a vender lo que quedaba del país. Con soberbia exultante
anuncian a los medios el remate, a beneficio de ellos mismos, de yacimientos
petrolíferos, de contratos hidroeléctricos, de radiofrecuencias. El subsuelo,
el suelo y la atmósfera, al mejor postor. Y el sol aún no ha salido.
No es fácil encontrar a primera vista la relación
víctima-victimario entre esta masa que baja de los cerros pobres del poniente o
avanza desde los llanos del oriente y los abigeos institucionales que acaban de
consumar el mayor saqueo en la historia del país. Lo que hay por lo pronto
entre unos y otros es una olímpica ignorancia. Los de arriba pretenden que los
de abajo no existen y los de abajo hacen como si los de arriba no existieran, o
bien como si, existiendo, fueran una mera cosa molesta con la que es necesario
lidiar. Cuando el poder circunstancial del adversario resulta inexpugnable más
vale degradarlo de la categoría de enemigo a la condición de estorbo. Eso
termina siendo todo opresor: un pinche estorbo con el que hay que vivir. Por
ahora. Y hay circunstancias en las que el único reducto de la dignidad es el
silencio.
En la orilla del alba astronómica una multitud de personas
se apresura a sus oficios, trabajos y ocupaciones. Sortea las fracturas del
asfalto, elude a los conductores desvelados y neuróticos y el amanecer social
es tan incierto como ese mañana del idioma español que no se refiere al
despunte del sol sino al futuro. Los viandantes han guardado a buen resguardo
su encabronamiento, si es que lo tienen, para concentrarse en lo inmediato:
anticiparse al embotellamiento, conquistar unos litros de espacio en el
transporte público, hacerse con un sitio en el tianguis, evitar a toda costa
que el reloj checador muerda la mano. Son pocos los que ríen y no son muchos
los que refunfuñan.
Esto sucede en un pixel de la patria. Otros, en otras
partes, empiezan su mañana con el anhelo y la obsesión de cazar una de las
migajas lanzadas desde los balcones del poder para consuelo de hambrientos.
Cueste lo que cueste, a costa de lo que sea y de quien sea. A expensas del
vecino, de la hermana, del padre, de la madre, de los hijos y de la memoria de
los abuelos. Cómo ignorar que hace ya muchos años, a falta de escuelas dignas,
el país fue convertido en una escuela de canallas, que contamos con una de las
mejores plantas docentes del mundo y que ya hay una o dos generaciones de
egresados.
Algunos más han despertado a otro día de indignación serena
y se disponen a impedir un desfalco más, una mujer asesinada más, otro niño
muerto por una bala de goma, un nuevo río envenenado, otra comunidad abierta en
canal para ofrendarla a la depredación y a la usura.
Por lo pronto, y a reserva de la próxima reforma
privatizadora, la mañana sigue siendo de todos y el signo del mañana depende de
las interacciones entre los unos y los otros y los otros con todos. Ahí siguen,
por ahora, los encorbatados ladrones, aferrados como garrapatas a sus oficinas
usurpadas y a sus nombramientos comprados, atrincherados en la mentira
mediática, el soborno y el asesinato. Tal vez un día la salida del sol los
agarre en el bote de la basura. No porque estén ahí va a detenerse la vida: la
necesidad apremia, la enorme mayoría de la gente le tiene cariño a la
existencia y sigue caminando por esta urbe hacinada, grotesca, generosa y loca,
en dirección al metro, al autobús, al micro. Y su caminar termina por despejar
las sombras, y de repente ya es de día.
3 comentarios:
Llenamos de odio, de guerra,
de sangre y de violaciones,
con plásticos y explosiones
destrozamos a la Tierra.
Pero si el alma se aferra
y reflexiona un momento,
somos músicos portento,
filósofos, pensadores,
únicos depredadores
que sienten remordimiento.
¡Gracias! :)
2257Si amanece al nivel de piso para y con los terrenales, día a dia con magia, urgencias, deseos, necesidades, encuentros y desencuentros, zombis, alertas o reticentes, gracias por tu narración me reconcilio un gran rato con esta ciudad me recordo tantos amanaceres, afanes y finalmente se mueve con nosotros, contra nostros y a pesar nuestro, gracias...
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