12.12.14

De los maestros

Están estacionados en el aire,
ocupan los espacios guarecidos
en donde uno se oculta
de esta lluvia traidora de noviembre.

A la distancia, parecía
que cogían la historia con el puño
sin quemarse la mano,
que sus miradas se abrían paso
a través de la niebla,
que podían vencer la rebelión de la materia,
dominar la inquietud de la palabra,
codificar el pensamiento esquivo
y que sabían a qué puerto
llevar la nave.

César, Manuel José, la tía Claudia
(que en realidad tenía como nombre
Margarita del Carmen Brannon Vega),
Hugo, Roque, René,
Pepe, Vlady, tío Pedro, Marcelo,
Jean-François, que se perdió en la neblina,
y Joseph, que era negro y escritor
y que vivía en Sacramento,
y el pintor Benjamín, y mis amigos
con sus dos erres, Ruy y Rafa,
y que apenas estaban aprendiendo.

Y qué reconfortante habría sido
tenerlos vivos y a la mano
y que se hicieran cargo, esos maestros
míos, de sangre o circunstancia,
de años o de momentos,
de darme unas respuestas
y decir de qué forma,
con qué pinzas,
abrir la caja de Pandora.

Pero están congelados en el aire,
están, pero no son, son sin saberlo
y mi generación se encuentra ante el misterio
y se transporta a lomos de sí misma.

Nos han dejado el sello de lacrar,
son nuestras las herramientas
y nos dejaron como herencia
un bastón de mando inexistente.

Pero no estamos solos:
somos nudo en un hilo que recorre la historia
y ya aprendimos a acechar el alba.

Vamos, pues, a mojarnos
en la lluvia traidora de noviembre.

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