El presidente nacional
del partido en el gobierno, Enrique Ochoa, ha informado, en su
correspondiente 3 de 3, que posee inmuebles por un valor conjunto de
cerca de 20 millones de pesos, además de 50 automóviles comprados
al contado, más de millón y medio de pesos en obras de arte y
“activos intangibles” por 8 millones.
Por su parte, Alejandra
Barrales, presidenta nacional del PRD, tiene una casa en la capital
que vale más de 13 millones de pesos, un depa en Acapulco con valor
de 8 millones, un departamento más, un terreno en el Estado de
México un Mercedes Benz que costó más de medio millón, otro coche
(donado) de 220 mil, dinero en el banco (más de un millón de
pesos) y acciones en una empresa transportista (medio millón).
Miguel Ángel Mancera,
quien formalmente no encabeza ningún partido pero que en los hechos
ostenta, por medio de la anterior, el control de la presidencia
perredista, tiene una fortuna de 43 millones de pesos, similar a la
declarada (no en la 3 de 3) por Enrique Peña Nieto, compuesta por
casas, departamentos, locales, menaje de casa, obras de arte, joyas y
acciones.
Todo lo anterior ha
sido recibido sin novedad por los medios hegemónicos y por la mayor
parte de la clase política. En cambio, la declaración 3 de 3 de
Andrés Manuel López Obrador, presentada la semana pasada, levantó
una ola de críticas iracundas. Varios personeros del régimen se le
fueron encima porque les pareció del todo inverosímil que un
político con larga trayectora, ex candidato presidencial en dos
ocasiones y presidente nacional de un partido, carezca de bienes
significativos. El hecho de que AMLO no tenga automóvil propio ni
una casa a su nombre ni tarjeta de crédito y que revele sin ambages
la modestia de su situación financiera ha enfurecido a priístas,
panistas y perredistas. Lo han llamado mentiroso, simulador,
hipócrita y demás lindezas.
La situación
patrimonial declarada por el dos veces candidato presidencial dista
mucho, sin embargo, de ser excepcional: en el mejor de los casos,
sólo 20 millones de mexicanos (una sexta parte de la población
total) cuenta con tarjeta de crédito; 66 por ciento responde que
viven en “casa propia”, aunque su hogar no esté a su
nombre sino al del cónyuge o al de un pariente; cabe suponer que
sólo un 20 por ciento o menos de la población ha tenido la fortuna
de inscribir su nombre en una escritura inmobiliaria. En cuanto a
vehículo propio, Calderón dijo hace cinco años que 44 por ciento
poseía uno, aunque cabe suponer que hijos y pareja del propietario
real también se ostentan como tales.
No tener coche, casa ni
tarjetas de crédito es, pues, representativo de un vasto sector de
la población del país. Pero ningún encuestador pregunta al
encuestado si tiene más de 20 automóviles, o cuando menos un
Mercedes Benz, ni inquiere sobre inmuebles de extremado lujo en
Acapulco ni interroga acerca de la posesión de acciones en la bolsa.
Se entiende que los individuos poseedores de tales bienes forman
parte de una élite minúscula que ni aparece en las cifras del INEGI
y que, sin embargo, maneja a su arbitrio los dineros de la nación.
Cómo no va a haber crisis de representatividad si se presenta como
natural el hecho de que los políticos deban ser o volverse ricos.
Lo correcto, piensa
uno, sería indignarse ante la persistente fusión entre las figuras
del funcionario y el magnate, así como el cinismo con el que
empleados públicos y representantes populares se embolsan, de manera
perfectamente legalizada, millones de pesos del erario. Pero la 3 de
3 de AMLO puso ante el espejo a políticos que --uno supone--
tendrían que estar más dedicados a atender y resolver asuntos
públicos que a multiplicar su dinero y que forman parte de la ínfima
minoría de beneficiarios de un país con hambre. Porque, como dice
José Mujica, “que te guste la plata no tiene nada de malo, pero si
te gusta la plata no te metás a la política”.
O será que es normal
volverse rico en dos o tres décadas de servicio público y que lo
monstruoso es estar en la política y no acumular.
Para acabarla de
arruinar, la 3 de 3 del tabasqueño hizo claro que ese formato que
nos presentaban como un dique mágico contra la corrupción no
servirá para maldita la cosa –como no sirve de nada el pomposo
“Sistema Nacional Anticorrupcion” recientemente aprobado–
porque si lo llenas de buena fe te llaman mentiroso, lo cual
significa que hay suficiente margen para llenarlo con mala fe. Para
acabar con la corrupción no es necesario instaurar formatos y
mecanismos simuladores ideados en el ITAM para taparle el ojo al
macho de la corrupción corporativa ni reformar las leyes; se
requiere, simplemente, de voluntad política para cumplir las que
existen.
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