El chubasco produce
un sonido ensordecedor al caer sobre la pequeña lona negra que ondea
y mantiene secas algunas partes de las diez o doce personas que se
resguardan en ella y el director de escuela tiene que alzar la voz
para explicar el método educativo particular que se aplica en su
establecimiento para los niños de habla materna purépecha. Su lucha
inmediata es contra el ruido del agua que cae a cántaros y que
aplasta su exposición al pequeño grupo: cuatro profesores, dos
profesoras, una de ellas, con dos críos, y dos visitantes. El
ponente no se amilana y luego pasa a señalar cómo las disposiciones
de la “reforma educativa” oficial ignoran por completo las
condiciones y singularidades de la labor de los educadores en esta
región empapada del país. Esto es la barricada que el magisterio en
lucha ha instalado a la salida de Arantepacua, una población ubicada
en una de las crestas de la Meseta Purépecha. En la otra punta del
pueblo hay unas dos decenas de trailers retenidos. Normalmente hay
más gente aquí, nos explican, pero este día muchos maestros se
encuentran en una asamblea informativa y otros se fueron a la vecina
Paracho a hacerle un borlote a Silvano Aureoles, quien acudió allí
para inaugurar algo.
El viento sacude
los cuatro metros cuadrados de lona, precariamente adosada en un lado
a un muro y en el otro precariamente sostenida por unas ramas y unas
piedras. Parece un milagro que no salga volando. Los presentes
estamos empapados de las rodillas para abajo y el goteo sobre
nuestros hombros y cabezas es persistente pero las reflexiones no se
dejan vencer por los elementos. Se habla del incierto futuro
inmediato, de los vericuetos políticos del diálogo entre la CNTE y
Gobernación y de la determinación de mantener la lucha. La calle
empinada se ha vuelto un río de aguas lodosas que hay que remontar
en el coche para llegar al campamento principal, situado en una
escuela que se anega –como lo muestran las manchas de humedad a
medio muro– a pesar de estar situada en lo alto de la principal
loma del pueblo. En el trayecto azaroso los dos profes que son
nuestro contacto y nuestros guías nos cuentan que ya la comunidad
les dijo: “No tengan miedo, que si vienen por ustedes nosotros no
nos vamos a quedar cruzados de brazos”.
Sabrá Dios cómo
son las oficinas de Claudio X. González y de Gustavo De Hoyos
Walther. Tal vez tengan muebles que combinen piel y cromo, acaso
disfruten de aire acondicionado pero es razonable dar por seguro que
no tienen goteras. Los despachos de Enrique Peña Nieto y de Aurelio
Nuño aparecen de cuando en cuando en los medios, tampoco les entra
el agua cuando llueve y puede asumirse que tienen completos los
vidrios de las ventanas. Cuando uno va a visitar a los maestros en
resistencia bajo sus lonas agujereadas resulta inevitable evocar los
sitios desde los que despacha el bando contrario: los ideólogos de
la “reforma educativa”, los promotores de la represión, los
operadores y ejecutores del linchamiento contra todo un gremio, el
más numeroso del país –si es que el narco aún no lo ha
superado en afiliados, gracias a la “guerra contra la delincuencia”
emprendida por Calderón y proseguida por el propio Peña.
A diferencia de lo
que ocurre en las ciudades del país, los campamentos magisteriales
en las comunidades de esta zona de Michoacán no pasan apuros por
comida. El respaldo popular es evidente y orgánico. En la explanada
que rodea la escuela hay varias cocinas. Los profes se agrupan
según sus comunidades de trabajo y cada una de ellas tiene un
coordinador o coordinadora. Ahora la reunión es en un salón en el
que el eslogan “escuelas de calidad” suena a bofetada. En el
pizarrón, sin embargo, están pegadas unas cartulinas que son un
primor de ortografía, caligrafía y diseño, con las reglas básicas
de la multiplicación. Una maestra lleva la voz cantante para resumir
en forma puntual el sentir generalizado sobre la falta de
representatividad de los legisladores del país. Un compañero suyo
reflexiona sobre el impacto benéfico de los salarios magisteriales
en las economías locales, mientras de las cocinas llega el aroma de
los comales. Los choferes de los trailers son invitados frecuentes a
las mesas de la resistencia y, por supuesto, tienen plena libertad de
quedarse o de ir a donde les dé la gana. Son sus unidades las que no
pasan.
En la trinchera de
la entrada sólo hay mujeres. También se guarecen bajo una rafia
pegada a la caja de uno de los camiones retenidos. Alrededor del
grupo, en los cuatro puntos cardinales, hay lodo. “¡Ésta es la
realidad, no la que les cuentan los medios!”, grita la mayor, a
guisa de saludo. “Nos dicen que no estamos solos pero yo sí me
siento sola sin mi marido –tercia otra–. Ya tiene dos semanas que
lo dejé con mis tres niños para venir aquí, que es donde tengo que
estar”.
Un par de horas
antes pegaba un sol inclemente en la plaza de Caltzontzin, una
población conurbada a Uruapan por la que pasa la vía del tren y en
la que los educadores bloquearon los vagones como parte de sus
acciones. Acababan de levantar el bloqueo por decisión propia y se
reunían en asamblea informativa antes de regresar a sus lugares de
origen, aunque algunos irían a la Ciudadela del Distrito Federal a
reforzar el campamento magisterial. El ánimo allí era festivo y
triunfante. “Ya se acercaron porque querían desalojar pero aquí
el pueblo está con los profes” –comenta la encargada de
un ciber situado en una esquina de la explanada– y se
tuvieron que echar para atrás”. Los movilizados allí suman
centenares y los hay de todas las edades. Maestros jubilados conviven
con profesoras jóvenes que ni en las barricadas han descuidado el
arreglo personal.
Desde el 19 de
junio, cuando el régimen perpetró en Nochixtlán la bárbara
agresión policial que costó una decena de vidas y que dejó un
sinnúmero de heridos de bala, quedó claro que el movimiento
magisterial en curso trasciende, con mucho, la lucha por derechos
laborales adquiridos y en defensa de la educación pública gratuita.
En esa lucha grandes sectores de la población atropellada por las
recientes presidencias neoliberales y sus socios ha visto un punto de
confluencia para la suma de todos los agravios. Comunidades,
organizaciones sociales, individuos sueltos, han venido sumándose a
la movilización.
Por lo que hace a
Chiapas, Oaxaca, Michoacán, Guerrero, Tabasco y otras entidades, si
el régimen acata las exigencias empresariales de “hacer cumplir la
ley” tendría que llevar a cabo docenas de Atencos, Nochixtlanes,
Aguas Blancas, Acteales y Tlatelolcos: en suma, tendría que sumir al
país en un baño de sangre sin precedentes. Mucho pesa el fardo del
peñato con Tlatlaya, Iguala, Tanhuato y Apatzingán y a eso hay que
sumarle la Casa Blanca de Las Lomas, los enjuages con Higa y OHL, los
gobernadores y ex gobernadores priístas a punto de convertirse en
carne de tribunal, el desastre económico y los gasolinazos. El grupo
gobernante posiblemente sepa que no hay suficientes policías ni
cárceles como para lanzarse a una guerra semejante en contra de la
cientos o miles de comunidades. Y de seguro sabe que su engendro de
“reforma educativa”, ideada para abrir la puerta a la
privatización de la enseñanza pública y para desarticular al
gremio más articulado y más articulador de la población pobre, ya
fracasó. Las oficinas de lujo y los despachos oficiales han sido
derrotados desde lonas precarias que, a pesar de todo, soportan la
lluvia.
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