Tres años ya. En julio de 2014 instalé en la casa un sistema fotovoltaico de generación de energía y bajé para siempre la palanca de conexión a la red pública. Fue, como lo relaté aquí mismo, la salida de una pesadilla que empezó en octubre de 2009, cuando el calderonato asestó la puñalada definitiva a Luz y Fuerza del Centro y orilló a los trabajadores de la empresa y a miles de usuarios a una resistencia desgastante y agotadora. En mi caso, la primera factura emitida por la Comisión Federal de Electricidad fue una declaración de guerra: un incremento de 100 por ciento con respecto al monto de la anterior. La solidaridad debida al SME y el intento de atraco a mi bolsillo no me dejaron más remedio que ir a la confrontación, primero con un recurso de inconformidad ante Profeco y luego, cuando la nueva proveedora de energía me suspendió el servicio de manera ilegal, en la forma de un duelo de desconexiones y reconexiones que duró más de cuatro años. De manera paciente y generosa, las víctimas del atropello laboral me devolvieron la solidaridad enganchándome al poste en cuanto las cuadrillas de pobres subcontratados por la CFE se alejaban cien metros. En ese lapso investigué modalidades alternativas de generación de electricidad, experimenté con unos páneles solares casi de juguete conectados a un acumulador de automóvil y para mayo de 2014 ya estaba dispuesto a producir mi propia electricidad con celdas fotovoltaicas.
El
cálculo de las dimensiones del sistema me resultó extremadamente
difícil porque por entonces no tenía la menor idea de electricidad
ni era capaz de diferenciar entre un voltio, un watt y un amperio.
Tras desechar algunas propuestas leoninas de algunas empresas
dedicadas a ese rubro, hice contacto con un equipo de ex trabajadores
de LyFC que estaban dispuestos a llevar a cabo la instalación,
encontré en Mercado Libre a un proveedor que podía enviarme desde
Tijuana los elementos requeridos y me lancé a la aventura. Como lo
narré hace tres años, “fueron días, noches, semanas y meses de
dudas, incertidumbres, incomodidades, gastos de más, cálculos de
menos y travesías por las tierras áridas de la ignorancia”. La
instalación empezó a funcionar a principios de julio y para
septiembre ya estaba totalmente estabilizada y la casa funcionó como
lo había hecho siempre. Ah, y las facturas de la CFE siguieron
llegando con los mismos montos que cuando estaba conectado a la red
pública.
Dejo
constancia de mi agradecimiento a Jonathan Garduño, el hombre que me
vendió los equipos y que fue mi guía a distancia y mi paño de
lágrimas en las inciertas semanas que siguieron a la instalación
inicial, y a Romualdo Rivera y su familia, que se hicieron cargo de
subir páneles, soldar estructuras, atornillar, conectar, probar y
modificar.
El
generar la propia energía, el no preocuparse más por variaciones de
voltaje ni por apagones y el ahorrarle cada año al planeta una
contaminación equivalente a unos miles de litros de diesel quemado,
producen un estado de serenidad difícil de explicar; al mismo
tiempo, inducen una consciencia particular sobre las necesidades y
los derroches de electricidad y contribuyen a una reorientación de
las actividades hacia lo diurno, no porque uno vaya a quedarse a
oscuras en la noche sino porque mientras menores sean las descargas a
las que se somete el banco de baterías, mayor será su vida útil.
El único aspecto frustrante de la experiencia fue mi incapacidad
para socializarla. Aunque invité a visitar la instalación a una
buena cantidad de gente –calculo que un centenar de personas–,
sólo en un caso alguien se animó a replicar mi experiencia. Como
evangelista de la energía solar resulté un fiasco.
La
situación cambió en diciembre pasado. En una visita a la red de
cooperativas Tosepan, en Cuetzalan, y en el marco del movimiento en
defensa del territorio que se desarrolla en la zona de la Sierra
Norte de Puebla para resistir los proyectos de muerte (explotaciones
mineras a cielo abierto, instalaciones de alta tensión,
hidroeléctricas y otros megaproyectos), empezamos a concebir la vía
de la soberanía energética para las comunidades de la región. Los
compas que viven allá comprendieron al instante la trascendencia de
esta idea y en enero ya estábamos instalando un pequeño generador
solar en el campamento que la Asamblea en Defensa de la Tierra
instaló frente a un predio en el que la CFE pretende construir una
subestación, y en junio pasado se inició la instalación de un
sistema de páneles en Tosepan Kali, el hotel ecológico de la
Tosepan en Cuetzalan.
La
red de cooperativas ha sido el protagonista y el motor principal del
proyecto. No menciono por sus nombres a los directivos y asesores de
la Tosepan que entendieron desde el primer instante la importancia de
la propuesta y la asumieron como propia porque no estoy seguro de que
quieran ser mencionados. Si leen esto, queridas y queridos compas,
sabrán que me refiero a ustedes, así que va mi admiración, afecto
y agradecimiento. Jonathan, a quien me vincula un hondo compañerismo
desde que me ayudó a instalar los fierros que él mismo me había
vendido, se ha entregado al proyecto con una energía y una
generosidad invaluables. En el camino nos pusimos en contacto con
Abelardo González Quijano, un empresario e industrial cuyo centro de
operaciones se encuentra en la ciudad de Puebla y que posee una vasta
experiencia en energía solar y otros rubros, así como una
excepcional visión de conjunto del panorama energético del país y
una lucidez combativa sobre la urgencia de emprender una
transformación nacional en este ámbito. Abelardo hizo suya la causa
y le dio una dimensión y una extensión que no nos habríamos
atrevido a imaginar. Entre todos hemos ido entendiendo que la
revolución energética es posible y necesaria, que no se trata de un
mero cambio tecnológico sino de una apuesta por la organización
social y la educación, y que no irá de las ciudades al agro sino al
revés: será el campo la punta de lanza de la transformación.
Ayer
hice un mantenimiento mayor a mi banco de baterías. En tres años ni
éstas ni los páneles solares han reducido su rendimiento en forma
perceptible (para mi sorpresa) y hace unos meses, aunque funcionaba
correctamente, cambié el controlador de carga original, un fierro
gringo de precioso diseño, muy caro, ultrasofisticado, hípster a
más no poder y mamoncísimo, por un clon hecho en China que cuesta
la quinta parte y hace lo mismo, pero mejor. El único sobresalto que
he tenido en este tiempo fue cuando el Popo vomitó una lluvia de
ceniza y los páneles quedaron cubiertos por una capa de polvo, lo
que redujo notablemente su funcionamiento. Bastó con limpiarlos y
volvieron a trabajar con normalidad.
El
4 de julio de 2014, les decía, publiqué una columna en la que
relataba mi adiós cargado de rencor a la empresa eléctrica “de
clase mundial”. A la distancia veo que debo trocar el rencor por la
gratitud, porque de no ser por ese brutal y corrupto golpe de mano
con que el calderonato acabó con LyFC y nos arrojó en las garras de
la CFE, y sin los abusos y atropellos cometidos por ésta, no andaría
metido en estas aventuras.
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