23.7.19

Tatuaje en la piel del tiempo


Puedo estar en medio de una manifestación o en un paseo solitario en el bosque, cargando bolsas del súper o echando la hueva en casa, atascado en la pasión o masticando el bocado amargo del desamor, abrumado por la carga de trabajo en la compu o platicando con la banda, o tratando de reparar una puerta (casi siempre las descompongo más) o escribiendo tonteras o mentando madres en medio de un embotellamiento, pero la verdad, la verdad, nunca me siento solo.

Supongo que eso se debe a que desde hace tiempo me he dejado habitar por los demás: amistades, amores, compañeros, jefes y subordinados, familiares contemporáneos, autores amados, ancestros y descendientes a los que no conoceré, e incluso algunos que me detestan cordialmente y a los que, por supuesto, no les echaré a perder ese deporte.

Tengo una madre y un padre biológicos, como nueve padres y madres adoptivos, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, soy chozno de treinta y dos personas y sesenta y cuatro tatara-tatarabuelos cruzaron sus destinos en mí hace seis generaciones. Tal vez algún día tenga nietas o nietos y es probable que algún morboso del futuro me lea o me escuche cuando esté bien muerto.

Todos queremos dejar una marca en la historia. En el fondo, el mismo impulso que guía al faraón a ordenar la erección de su pirámide funeraria es el que, milenios más tarde, lleva a un turista idiota a escribir en ella con marcador permanente: “aquí estuvo Beto”. Entre uno y otro de esos extremos las posibilidades son casi infinitas. Mi manera de dejar un tatuaje en la piel del tiempo, como la de tantos, es preservar y devolver a los otros –de ser posible, mejorado– algo, lo más que se pueda, de lo muchísimo que he recibido de ellos y ser un eslabón entre los que duermen y los que no han despertado aún, entre los de la cola de las tortillas y los del salón de acuerdos, entre los que no tuvieron tiempo de intercambiar mensajes, entre los que ríen y los que rabian.

Tengo en común con ellos el amor a las libertades y la aversión a las prohibiciones, la certeza de la bondad innata de los humanos, el horror a la inequidad y la opción preferencial por el colectivo: trabajamos, cantamos y construimos mejor en comunidad que por separado y si no cuidamos a los integrantes más débiles de la manada, tarde o temprano nos comeremos a mordidas unos a otros.

Sé perfectamente que uno siempre acaba mal (es decir, más tieso que un pan del año pasado), que los países siempre acaban mal (de Babilonia a Yugoslavia), que el planeta siempre acaba mal (o sea, reventado por desastres telúricos, climáticos y astronómicos) y que el universo siempre termina del nabo (valga decir, disuelto en el caldo de la entropía), pero todos esos sucesos están fuera de mis atribuciones y facultades y no voy a estar tronándome los dedos por su advenimiento inexorable. La vida, que es el espacio en donde uno puede hacer algo, por simple que sea, es aquí y ahora. Aquí confluyen en mí, en ti, en nosotros y en ustedes, los que duermen y los que no han despertado, los listos y los tontos, los hambreados y los bulímicos, los plomeros y los astrónomos. Felicidad es una palabra muy grandota y difusa, pero digamos que en ese nudo de semejantes nunca me siento solo.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Qué bonito escrito. Por algo tu ser muy poco cuadra con formas clásicas o prosistema. Eres un ser orgánico. Vuelves a los orígenes. Espero seamos más así...

Unknown dijo...

Sencillamente hermoso!

Unknown dijo...

Sencillamente hermoso!