Puedo
estar en medio de una manifestación o en un paseo solitario en el
bosque, cargando bolsas del súper o echando la hueva en casa,
atascado en la pasión o masticando el bocado amargo del desamor,
abrumado por la carga de trabajo en la compu o platicando con la
banda, o tratando de reparar una puerta (casi siempre las descompongo
más) o escribiendo tonteras o mentando madres en medio de un
embotellamiento, pero la verdad, la verdad, nunca me siento solo.
Supongo
que eso se debe a que desde hace tiempo me he dejado habitar por los
demás: amistades, amores, compañeros, jefes y subordinados,
familiares contemporáneos, autores amados, ancestros y descendientes
a los que no conoceré, e incluso algunos que me detestan
cordialmente y a los que, por supuesto, no les echaré a perder ese
deporte.
Tengo
una madre y un padre biológicos, como nueve padres y madres
adoptivos, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos,
soy chozno de treinta y dos personas y sesenta y cuatro
tatara-tatarabuelos cruzaron sus destinos en mí hace seis
generaciones. Tal vez algún día tenga nietas o nietos y es probable
que algún morboso del futuro me lea o me escuche cuando esté bien
muerto.
Todos
queremos dejar una marca en la historia. En el fondo, el mismo
impulso que guía al faraón a ordenar la erección de su pirámide
funeraria es el que, milenios más tarde, lleva a un turista idiota a
escribir en ella con marcador permanente: “aquí estuvo Beto”.
Entre uno y otro de esos extremos las posibilidades son casi
infinitas. Mi manera de dejar un tatuaje en la piel del tiempo, como
la de tantos, es preservar y devolver a los otros –de ser posible,
mejorado– algo, lo más que se pueda, de lo muchísimo que he
recibido de ellos y ser un eslabón entre los que duermen y los que
no han despertado aún, entre los de la cola de las tortillas y los
del salón de acuerdos, entre los que no tuvieron tiempo de
intercambiar mensajes, entre los que ríen y los que rabian.
Tengo
en común con ellos el amor a las libertades y la aversión a las
prohibiciones, la certeza de la bondad innata de los humanos, el
horror a la inequidad y la opción preferencial por el colectivo:
trabajamos, cantamos y construimos mejor en comunidad que por
separado y si no cuidamos a los integrantes más débiles de la
manada, tarde o temprano nos comeremos a mordidas unos a otros.
Sé
perfectamente que uno siempre acaba mal (es decir, más tieso que un
pan del año pasado), que los países siempre acaban mal (de
Babilonia a Yugoslavia), que el planeta siempre acaba mal (o sea,
reventado por desastres telúricos, climáticos y astronómicos) y
que el universo siempre termina del nabo (valga decir, disuelto en el
caldo de la entropía), pero todos esos sucesos están fuera de mis
atribuciones y facultades y no voy a estar tronándome los dedos por
su advenimiento inexorable. La vida, que es el espacio en donde uno
puede hacer algo, por simple que sea, es aquí y ahora. Aquí
confluyen en mí, en ti, en nosotros y en ustedes, los que duermen y
los que no han despertado, los listos y los tontos, los hambreados y
los bulímicos, los plomeros y los astrónomos. Felicidad es una
palabra muy grandota y difusa, pero digamos que en ese nudo de
semejantes nunca me siento solo.
3 comentarios:
Qué bonito escrito. Por algo tu ser muy poco cuadra con formas clásicas o prosistema. Eres un ser orgánico. Vuelves a los orígenes. Espero seamos más así...
Sencillamente hermoso!
Sencillamente hermoso!
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