Dos
colibríes estúpidos entraron a la casa por la ventana que da al jardín. Ahora
no encuentran el camino de salida y golpetean en los vidrios del tragaluz en
busca de la libertad. Aunque ambas clases de seres tienen la potestad del
vuelo, estos colibríes no se parecen a los aviones de la OTAN. No causan
destrucción de ninguna especie, salvo la caída de unas cacas diminutas que se
limpian con facilidad. Afuera tal vez resulten peligrosos para algunos pequeños
insectos. Se dice que los colibríes viven exclusivamente de recolectar la miel
de las flores con sus picos alargados, pero me parece dudoso. En algún lado
deben hallar proteína para reponer el desgaste muscular de ese vuelo
accidentado. De cualquier modo, mientras estos pájaros permanezcan atrapados aquí,
los insectos y las flores del jardín estarán a salvo. Y además, los insectos no
se parecen en nada a los serbios ni a los kosovenses. Mientras están vivos, los
serbios y los kosovenses son primates y son humanos. Cuando mueren se vuelven
un puñado de carbono, unas pequeñas nubes de gases, un residuo de fósforo y un
dolor en la memoria; los insectos son artrópodos y son insectos y nadie, o casi
nadie, lamenta que mueran. Los ecologistas deploran la extinción de especies
enteras, pero no arman un escándalo por el asesinato de una hormiga, y menos si
ese hecho de sangre se enmarca en una cadena alimenticia como la que podría
vincular a las hormigas con los colibríes.
Es
exasperante el ruido que hacen los picos de los colibríes al chocar contra ese
muro transparente que perciben sin comprenderlo. Es angustiosa su situación, y
poco lo que puedo hacer para remediarla. El tragaluz está a más de cinco metros
de altura. Para atraparlos tendría que usar una escalera, y una vez trepado en
ella carecería de la movilidad necesaria para atrapar a esos suicidas
inconscientes. Querría cogerlos con delicadeza y devolverlos a su rutina de
revoloteos libres e intrascendentes entre los perales del jardín. Allí morirían
de todos modos, pero sin angustia, o quién sabe, y durarían vivos lo que tengan
que durar. ¿Cuál es la esperanza media de vida de un colibrí? ¿Dos semanas,
seis meses, setenta años? Aquí adentro, entrampados por su incapacidad para
entender la lógica del vidrio, morirán mucho antes. Caerán rendidos de
agotamiento con su estructura minúscula despedazada por los golpes en el
tragaluz. Yacerán de espaldas, en una postura inconcebible para cualquier ave
viva, con las patas crispadas por la muerte.
A falta
de una red, de una carnada que los atraiga al piso o de argumentos para
convencerlos de que nunca lograrán nada azotándose contra el vidrio, tengo la
alternativa humanitaria de abreviar su agonía con el recurso del rifle de municiones.
Obtendría, de esa forma, dos cuerpos tibios, unas gotas de sangre y un destrozo
de vidrios esparcidos en la sala. Esto no es una alegoría del incendio en los
Balcanes. Simplemente son circunstancias que ocurren al mismo tiempo. Los
medios de información bombardean con noticias de nuevas bajas civiles y con
imágenes de sufrimiento y muerte. Los colibríes bombardean con sus pequeñas
cacas. Es mucho más difícil limpiarse el pensamiento de los reportes yugoslavos
que hacer desaparecer las cacas de la superficie de los muebles. Los aviones
occidentales bombardean a los serbios con boletos al más allá. Milosevic
bombardea a los albaneses kosovenses con balas mucho más económicas. Sabrá Dios
cómo lograrán limpiar ese desastre, si es que quieren limpiarlo.
Sé que
es una pretensión idiota, pero siento que si logro devolver al jardín a estos
dos pájaros revoloteantes, mejorará en algo la situación en Yugoslavia.
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