"Son
muchos los pueblos que se miran en el espejo de las naciones europeas como un
ejemplo de prosperidad económica, libertades individuales, gobierno de mayorías
y respeto a las minorías. Millones de ciudadanos, en Europa y fuera de ella,
aspiran a seguir el camino de esos países que, pese a tantas guerras,
conflictos y divisiones como han padecido, mantienen la bandera de la
tolerancia cívica, el diálogo, el mestizaje y el derecho a la diferencia, en un
régimen de igualdad ante la ley. De la solución que se dé a este conflicto, de
cuáles sean las condiciones de la paz, depende no sólo el destino inmediato de
millones de kosovares y serbios sino, en gran parte, el futuro de la democracia
en el mundo." Con estas y otras palabras, Juan Luis Cebrián, a quien por
lo demás admiro como intelectual y periodista, justifica la intervención de la
OTAN en Serbia ("Democracia y guerra", El País, 23/05/99).
La
eficacia de los bombardeos para conseguir los objetivos fijados por los propios
gobiernos occidentales está en duda. La limpieza étnica en Kosovo, que hasta
antes de la incursión se realizaba a cuentagotas, adquirió proporciones masivas
(y acaso irremediables, por muchas más bombas que arroje la OTAN sobre Belgrado
y Pristina) desde las primeras horas del bombardeo que lleva ya dos meses. Los
demócratas serbios que se oponían a Milosevic y proponían la construcción de un
régimen representativo a la imagen de los europeos, fueron privados de todo
margen de acción con los primeros misiles.
La
escalada del conflicto ha significado para el régimen serbio un grave daño
militar, pero también una victoria política interna. Pero las guerras actuales
tienen por objetivo último el debilitamiento ųel desmoronamiento, inclusoų del
adversario en términos políticos. Mantener una conflagración armada fiel,
hasta el fin, a sus propios medios, obliga a poner como meta los escenarios de
Numancia y Cartago, las ruinas humeantes de Berlín e Hiroshima. ¿Cuántas
muertes es válido causar en nombre de la democracia? ¿Existe un límite?
O sea
que la democracia, el respeto a los derechos humanos, la tolerancia y la
pluralidad, son susceptibles también de conformar una ideología en el peor
sentido del término, es decir, unos lentes pintados de negro mate para
transitar por el horror de nuestras propias acciones sin sufrir vértigos ni
náusea. Si uno, en el párrafo que cito al principio, quita "la tolerancia
cívica, el diálogo, el mestizaje y el derecho a la diferencia, en un régimen de
igualdad ante la ley", y la reemplaza por "el socialismo, la paz y el
progreso", obtendrá un comunicado de la cancillería soviética. Si se
escribe "la grandeza de la patria", conseguirá un discurso de un
dictador chovinista cualquiera.
Cebrián
propone, en síntesis, que destripar a bombazos un millar de civiles es
justificable cuando se hace en nombre de la democracia continental. Durante la
guerra fría, los gobiernos de Washington recomendaban a sus aliados
latinoamericanos las prácticas de la tortura y la desaparición de personas para
defender la democracia hemisférica. Veinte años después, Pinochet afirma, en su
acoso británico, que la estela de muerte y destrucción que dejó en su país fue
"dolorosa pero necesaria".
Yo tenía
entendido que las formaciones democráticas no sólo se distinguen de las otras
por cuestiones de procedimiento, sino también por valores éticos
irrenunciables. Poner en la balanza la vida de unos a cambio de la de otros es
una operación que degrada y pervierte sin remedio a los encargados de la
medición: ¿Cuántos serbios vale un albanés kosovar, o a la inversa? ¿Cuántos y
cuáles sufrimientos puede infligirse a una población antes de que el salvamento
de otra deje de valer la pena? ¿Cuál es la proporción de costo/beneficio entre
la refugiada que perdió una pierna por la caída de un misil y su biznieto que
disfrutará un entorno democrático?
En estos
términos no hay trato posible, respetado Cebrián. Ni 300 millones de votantes
pueden dar mandato a un gobierno o a una coalición multinacional para que ponga
en riesgo la vida de ciudadanos inocentes ni para que especule con el
porcentaje mínimo de "daños colaterales" que es posible causar sin
poner en riesgo la viabilidad política del bombardeo.