Es difícil saber si el peor enemigo de Israel es la
colección de fanáticos de Alá que todavía deliran con la destrucción a bombazos
del Estado judío, o el catálogo de fobias, intolerancias, militarismos y
fundamentalismos internos --hebreos-- que, durante los últimos tres años,
ejercieron el control político del país mediante una representación
administrativa llamada Netanyahu. Por suerte y larga vida para todos --incluidos
los clérigos terroristas y barbones de uno y otro bando-- el burócrata de la
guerra ha sido derrotado, en forma abrumadora, por un soldado de la paz.
Este periodo oscuro y sangriento se acabó. La sociedad
secular de Israel ha vuelto a tomar en sus manos el mando secuestrado por los
halcones del corte de Ariel Sharon, por los rabinos de metralleta bajo el brazo
y por los colonos que interpretan la Biblia como memorándum de exterminio. Si
el mundo fuera equitativo, una corte internacional tendría que juzgar a
Netanyahu por haber ordenado, desde el poder, asesinatos de Estado. Pero la
historia --ya que no los tribunales-- ajustará cuentas con un primer ministro
que surgió a la vida política como producto del odio (el hermano mayor caído
durante el célebre Rescate en Entebbe); que jugó al hombre duro de Yitzhak
Shamir en los inicios del proceso de paz con los palestinos, en Madrid, después
de la guerra del Golfo; que, tras la derrota de su partido, cocinó el caldo de
intolerancias en que hirvieron los proyectos para el asesinato de Yitzhak
Rabin, el pacificador; que llegó al poder en virtud de un equívoco social de
margen mínimo; que en la Primera Magistratura se desempeñó como un demagogo
provocador que llevó a su país a los peores escenarios de aislamiento y
menosprecio en Estados Unidos y Europa; que quiso ejercer el terrorismo de
Estado y fue descubierto --para vergüenza del Mossad, organismo de acciones
implacables pero impecables-- con las manos en la masa.
El sueño que Yitzhak Rabin sigue soñando en su tumba, junto
con la mayoría sensata --más que nunca, sensata, y más que nunca, mayoría-- de
los israelíes, ha vuelto por sus fueros después de un extravío de tres años.
Nadie piensa que será fácil ni inmediato, pero, al menos, es de nuevo posible.
Palestinos, israelíes y jordanos pueden reiniciar la construcción de un
Triángulo Fértil que irradie paz, estabilidad, tolerancia, seguridad y
prosperidad a todo Medio Oriente. Podrán, entonces, superarse las tentaciones
del modelo balcánico para manejar las diferencias nacionales, religiosas y
culturales, y optar por algo más cercano a un apacible modelo helvético que dé
cabida a todos y en el que hasta Netanyahu pueda sentarse, sin temor al
asesinato, a rumiar sus memorias de halcón derrotado para bien de todos.
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