En su Nicaragua natal de la que nunca salió, aislado del
mundo pero informado de su acontecer, Joaquín Pasos descubría en los saldos de
la Segunda Guerra Mundial la confirmación de que, después de tantos siglos de
conflictos bélicos, ríos de sangre, montañas de muertos y cordilleras de
escombros, "sigue fiel el amor del cuchillo a la carne" (Canto de
guerra de las cosas). Si ahora estuviera vivo, tal vez escribiría otra
imprecación de largo aliento para mentarle la madre a Dios por la violencia de
los Balcanes. En estos días pienso mucho en ti, Joaquín, hermano desconocido y
remoto, tan contemporáneo en tu visión horrorizada de la guerra, tan lúcido en
tu percepción de la tecnología de la muerte.
Entonces, ¿en
verdad no ha cambiado nada desde la cintura del siglo hasta nuestros días de
inminente cambio de milenio? ¿Son,
la barbarie y la destrucción de nuestros días, en todo semejantes a las de hace
cincuenta años? Me parece que no; que, a pesar de las víctimas civiles de
Serbia y Kosovo, a pesar de la necedad y la frialdad de los dueños de la OTAN y
de Milosevic, los peores excesos de violencia bélica de hoy nos colocan ante la
evidencia de un vasto desarrollo ético, político y jurídico que ha tenido
lugar, precisamente, en la segunda mitad del siglo.
Emprender un ejercicio de optimismo en torno a la guerra de
los Balcanes puede parecer desalmado y cínico. Pero entre el bombardeo de
Nagasaki y el de Belgrado, entre la solución final de los nazis y la limpieza
étnica emprendida por el gobierno serbio en Kosovo, hay más que diferencias
cuantitativas.
En la Alemania de los años cuarenta el antisemitismo tenía
carta de legitimidad; era, incluso, lo que llamaríamos "políticamente
correcto". Y cuando Estados Unidos entró al conflicto, matar alemanes y
japoneses --todos los que se pudiera-- incrementaba el capital político de
Roosevelt, de Truman y, posteriormente, de Eisenhower. En las postrimerías de
la guerra, la aviación aliada (pero principalmente la estadunidense) bombardeó
durante dos días y dos noches, sin parar, la ciudad de Dresde. La destrucción y
la mortandad (cientos de miles de habitantes) fue mucho más abultada que en
Hiroshima, pero pasó casi inadvertida. Era una acción innecesaria desde
cualquier perspectiva táctica o estratégica; simplemente, había que matar a
muchos alemanes. A los gobernantes de Berlín, por su parte, no se les pasó por
la cabeza deportar de Alemania a los judíos (y a los gitanos, y a los
comunistas, y a muchos otros grupos). Les pareció más rentable matarlos en masa
y aprovechar la grasa de los cuerpos para hacer jabón y el oro de las
dentaduras para financiar al Estado, con la amable y neutral colaboración de
los banqueros suizos. Cuando el alto mando de Washington decidió lanzar bombas
atómicas sobre dos ciudades de Japón, no sintió temor de causar "daños
colaterales". Más aún, el propósito era justamente provocar bajas civiles.
Hoy, la OTAN no puede proponerse, simplemente, matar al mayor
número posible de serbios. Cuando falla el sistema de guía de alguno de los
proyectiles occidentales que caen en Yugoslavia y se provoca una matanza de
inocentes, los gobiernos aliados experimentan un severo desgaste político entre
sus propios ciudadanos. Cada tercer día, Clinton declara que no odia al pueblo
serbio. Cada tercer día, Milosevic asegura que su lucha no es contra los
albaneses sino contra los terroristas del Ejército de Liberación de Kosovo.
Al contrario de lo que ocurría en los años cuarenta, ningún
Estado y ningún gobernante --ni siquiera Milosevic, ni siquiera Sadam, ni
siquiera Clinton-- tiene hoy margen político para lanzar una propuesta de
genocidio, y mucho menos de aniquilación masiva y total de un grupo humano. Los
esbirros de Belgrado han perpetrado matanzas de kosovenses albaneses, pero no
pueden plantearse exterminarlos a todos. Queman las casas de ese pueblo, violan
a muchas de las mujeres, disparan contra muchos de sus hombres, pero una
solución final está más allá de sus posibilidades, y no precisamente por falta
de medios de muerte sino porque lo impiden los mecanismos civilizatorios (incipientes,
imperfectos, embrionarios, exasperantes) de contención y de mediación logrados
desde el fin de la Segunda Guerra Mundial: organismos, leyes y acuerdos
internacionales, atribuciones de las sociedades civiles, creciente
interdependencia y fortalecimiento generalizado de valores éticos universales
orientados a la paz, a la preservación de la vida y a la convivencia entre
seres diversos.
Lo anterior no atenua la atrocidad del bombardeo diario ni de
la expulsión masiva y el exterminio selectivo. Pero, querido Joaquín Pasos, en
medio del sufrimiento civil y el derrumbe de las máscaras políticas, y así sea
con el afán de restaurarlas --bendita sea la hipocresía si frena en algo a la
muerte-- en estos cincuenta años --el lapso de tu ausencia-- algo se ha enfriado
el amor del cuchillo a la carne.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario