Es tiempo de hurgar en tumbas: el 68 mexicano, las
contrainsurgencias centroamericanas, las guerras sucias del Cono Sur. Los
asesinos de antaño y sus víctimas nos dejaron un presente minado con huesos e
historias enterradas que pugnan por salir a la luz. Así sea. Los trabajos de
exhumación (de los cuerpos, de la verdad, del entendimiento) resultan
necesarios para que depositemos a los muertos en donde corresponde y permitamos
que las miradas de los sobrevivientes y los deudos alcancen a los verdugos que
todavía pululan por ahí: una simple mirada que les abra un boquete irreparable
en sus dulces sueños, y que no equivale a una venganza, ni siquiera a un acto
de justicia legal. En todos los casos, los asesinos, antes de abandonar el
poder o la existencia, dejaron bien amarrada su impunidad, así que sólo nos
queda el recurso de verlos fijamente, a los ojos o a la lápida, para evitar que
la historia se repita. Los desaparecidos se fundieron hace mucho con el resto
del planeta, pero la versión real de los hechos sigue secuestrada por los
sucesores de los sucesores y ahora busca liberarse. Así sea. En tanto no lo
consiga, seguiremos teniendo cadáveres bajo la alfombra, en el armario, junto
al columpio de nuestros hijos, en el plato de nuestra sopa. Tendremos que seguir
cuidando que nuestros pasos no pongan al descubierto las falanges de esos
fallecidos que debieran estar entre nosotros como cuarentones, cincuentones o
sesentones curtidos y neuróticos, y que, en cambio, se quedaron congelados en
la juventud eterna y pasada de moda en los álbumes fotográficos del terror.
Tal vez sea una mera coincidencia la simultaneidad con la
que surgen, en México, documentos hasta ahora desconocidos sobre la matanza del
2 de octubre; en un antiguo cuartel militar de Guatemala, restos humanos de
desaparecidos políticos, y en Argentina, los datos del origen de una muchacha
llamada María de las Mercedes Fernández y que se apellidaría Gallo Sanz si sus
padres biológicos ųdos uruguayos secuestrados en Buenos Airesų no hubieran sido
asesinados por los esbirros de Videla en el campo de concentración de Pozo de
Banfield. El México de los últimos años sesenta, la Argentina de mediados de
los setenta y la Centroamérica de principios de los ochenta son contextos
políticos y humanos muy diferentes entre sí y puede resultar abusivo echarlos
en un mismo saco. Los únicos denominadores comunes son unas vidas truncadas por
designios del poder, verdades escamoteadas desde entonces y hasta ahora, y unos
muertos mal enterrados que no tienen más forma de expresarse que la confesión
póstuma, orgullosa y sin remordimientos, de un general también fallecido, unos
huesos en un antiguo cuartel (“podrían ser de animales”, dicen los voceros del
gobierno) y una joven que se sabía adoptada y que se empeñó en desvelar el
misterio de su nacimiento.
Es morboso e inútil solazarse en imaginar cómo habrían sido
las cosas si no se hubieran perpetrado los asesinatos de hace dos o tres
décadas. Sí. Muchas de las víctimas habrían muerto posteriormente, de todos
modos, por mero índice de probabilidad, atropelladas, o de cáncer, o de sida, o
de infarto, o de tristeza. Pero aun en esos casos nos habríamos ahorrado el
rencor, la búsqueda obligatoria de la verdad y de los responsables, de la
identificación forense, de la identidad genética de una joven que nació en el
campo de concentración de Pozo de Banfield ųdonde murieron sus padresų y que
fue entregada, a los dos días de nacida, a una pareja estéril que seguramente
la trató con amor y la educó bien.
De todas estas muertes sobre las que caminamos no hay
moraleja posible, entonces, salvo la harto conocida de la fuerza del pasado,
que los autores trágicos de Grecia utilizaron con genialidad en sus obras: no
hay forma de esconder o eludir lo hecho porque el cadáver bajo la alfombra o en
el armario acaba contaminando el presente, manifestándose, buscando el sitio
que le corresponde. Más nos vale descubrirlo y practicar autopsias postergadas
durante treinta o veinte años. Así sea.
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