John Kennedy Jr. ingresó a las referencias históricas y al
imaginario colectivo mundial a la edad de dos años, once meses y 27 días,
cuando fue fotografiado, en posición de saludo marcial, ante el ataúd de su
padre. El tercer aniversario de su llegada al mundo tuvo que ser muy triste,
porque tres días antes, en Dallas, un asesino llamado Lee Harvey Oswald disparó
una bala que le reventó el cráneo al presidente más atractivo en la historia de
los Estados Unidos de América e introdujo un gusano definitivo en la manzana
del Paraíso Americano. Las escenas filmadas y fotografiadas del homicidio, en
Dallas, y del posterior funeral, en Arlington, forman parte de los recuerdos
profundos de las generaciones de la globalidad informativa porque representan
un contrapunto inapelable al cuento de hadas o, como se llama en nuestra época,
a la utopía: no basta con ser un hombre guapo, rico, inteligente, querido,
seguro de sí mismo, protegido por una guardia pretoriana, exitoso hasta la
saciedad y extremadamente poderoso --como lo era John Fitzgerald-- para
preservar la integridad de la bóveda craneana y evitar que uno de tus hijos se
despida de tu cadáver con un gesto marcial inapropiado para un niño de menos de
tres años y que tu país --el más armado del mundo-- se vea sumido en una
orfandad equivalente, no porque la figura presidencial se relacione con la
paterna sino porque acusa recibo de una bala en el corazón de su poderío.
La orfandad personal y nacional se conjuntaron en el niño que
asistió a los funerales en Arlington sin tener una idea clara de lo que estaba
pasando. Creció salpicado de sangres a destiempo --un tío asesinado en forma
similar a su padre, otro tío políticamente destruido por un accidente trágico,
un primo y un hermano muertos en forma prematura--, se convirtió en estrella de
la pornografía sentimental que acecha a los famosos y desapareció, junto con su
mujer, sin dejar rastro, el viernes por la noche, luego que su avioneta
particular cayera a las aguas que rodean la isla de Martha's Vineyard, en Nueva
Inglaterra.
Una certeza: los asesinos de John Fitzgerald y Robert, los
narcotraficantes que le vendieron la dosis exagerada a David, los esquíes que
le fallaron a Michael, el coche en el que se accidentó Edward en Chappaquiddick
en 1969 y las nubes que se posaron el viernes en la noche sobre la costa de
Massachusetts, dificultando la visibilidad del piloto Kennedy, no pudieron
ponerse de acuerdo para exterminar a la familia. Hay que enfrentarse, entonces,
con la improbabilidad estadística de que la muerte fuera tan persistente en
diezmar al clan de Brookline en dos de sus generaciones. Y si uno no cree en
maldiciones, queda la contraparte del cuento de hadas, que es la tragedia. Su
lógica es tan clara cuanto inescrutable: una transgresión primigenia siembra en
los integrantes de una dinastía el factor de la destrucción, y ya no puede
hacerse nada. Los Kennedy --los que quedan-- son famosos y ricos y poderosos y
simpáticos y fotogénicos: es inevitable conmoverse ante sus muertes, pero
resulta arduo, en cambio, reconocer el mismo sino trágico en clanes y familias
que nos rodean. Descansen en paz los vivos y los muertos de todas las tribus
que padecen el síndrome.
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