El ADN permite encontrar nombres y rostros en medio de la
confusión de la muerte. Las dictaduras hacen lo posible por borrar a sus
víctimas hasta más allá de la vida, pero a menos que las incineren a altas
temperaturas, queda un vestigio discreto, solitario y persistente que impregna
la tierra de los cementerios clandestinos. Ahora los forenses recogerán esos
documentos de identidad para recomponer los nombres de los desaparecidos a los
que la dictadura chilena sumió tantos años en el anonimato.
Es un procedimiento justiciero, pero sus implicaciones son
más hondas --si cabe-- que la reconstrucción histórica y que las tumbas hoy
hurgadas para la obtención de identificaciones microscópicas. Los miles de
millones de marcadores inequívocos que vinculan un cuerpo con una historia
personal servirán, además, para darle a los que se quedaron la más dolorosa y
la más anhelada de las certezas.
No importan las circunstancias: pierdes un ser querido en el
acontecer político de tu país, tu continente o tu barrio; en la ofensiva de la
delincuencia, en los desastres naturales o mecánicos, o en el simple desgaste
cronológico de las células. Un día despiertas y te encuentras con que un hijo,
marido, abuela, ancestro remoto, han desaparecido sin dejar más rastro que el
de tus recuerdos de doliente. Unas décadas después de ese mal sueño, te
entregan un inventario óseo y un pedazo de tela sobreviviente; te imponen, así,
la tarea imposible de cotejar esos restos con el afecto que permanece vivo en
tu memoria y se refrenda tu condena a la incertidumbre. Entre los huesos que
recibes y tu imagen de la persona ausente hay un territorio de ambigüedad y de
absurdo.
De unos años para acá la ciencia y la tecnología nos han
dotado de un puente entre los afectos enlutados y sus correspondientes
vestigios físicos. No es mucho. Ese puñado de mitocondrias no alcanza a llenar
el hueco atroz en tus querencias; simplemente da certeza a las identidades y
sentido a las cenizas.
Quevedo lo intuía, Karin: el ADN es la parte del polvo que
permanece enamorada (de sus deudos, de su antiguo rostro); es la semilla de la
materia viva y es, además, el equivalente molecular de los afectos perdurables:
todo se transforma en la vida, menos la herida agridulce de la memoria; todo se
transforma en la muerte, menos la cadena de proteínas que preserva la herencia.
El muerto o la muerta no están allí, pero el ADN mantiene intacto el programa
de su existencia. Eran gordos o flacos, tenían los ojos claros u oscuros, les
gustaba el orden o preferían el desmadre, y llevaban programado el surgimiento
de un lunar en la frente.
Por fortuna, la comparación de las secuencias genéticas es
un método que no entiende de discriminación por motivos de raza, sexo, edad,
religión, ideología. Lo mismo sirve para rebautizar una osamenta precaria con
el nombre del último Zar de Rusia que para localizar restos de revolucionarios
en sitios más cálidos que Siberia o para descubrir que todos los islandeses
vivos son ramificaciones de unos cuantos árboles genealógicos plantados por
vikingos fallecidos.
“Te recordaremos siempre” es un consuelo pequeño ante la
inmensidad de la muerte. Pero ahora sabemos que los muertos se dicen a sí
mismos: “Me recordaré siempre”. Y cumplen su promesa y nos dicen su nombre.