31.8.99

Cenizas con sentido


El ADN permite encontrar nombres y rostros en medio de la confusión de la muerte. Las dictaduras hacen lo posible por borrar a sus víctimas hasta más allá de la vida, pero a menos que las incineren a altas temperaturas, queda un vestigio discreto, solitario y persistente que impregna la tierra de los cementerios clandestinos. Ahora los forenses recogerán esos documentos de identidad para recomponer los nombres de los desaparecidos a los que la dictadura chilena sumió tantos años en el anonimato.

Es un procedimiento justiciero, pero sus implicaciones son más hondas --si cabe-- que la reconstrucción histórica y que las tumbas hoy hurgadas para la obtención de identificaciones microscópicas. Los miles de millones de marcadores inequívocos que vinculan un cuerpo con una historia personal servirán, además, para darle a los que se quedaron la más dolorosa y la más anhelada de las certezas.

No importan las circunstancias: pierdes un ser querido en el acontecer político de tu país, tu continente o tu barrio; en la ofensiva de la delincuencia, en los desastres naturales o mecánicos, o en el simple desgaste cronológico de las células. Un día despiertas y te encuentras con que un hijo, marido, abuela, ancestro remoto, han desaparecido sin dejar más rastro que el de tus recuerdos de doliente. Unas décadas después de ese mal sueño, te entregan un inventario óseo y un pedazo de tela sobreviviente; te imponen, así, la tarea imposible de cotejar esos restos con el afecto que permanece vivo en tu memoria y se refrenda tu condena a la incertidumbre. Entre los huesos que recibes y tu imagen de la persona ausente hay un territorio de ambigüedad y de absurdo.

De unos años para acá la ciencia y la tecnología nos han dotado de un puente entre los afectos enlutados y sus correspondientes vestigios físicos. No es mucho. Ese puñado de mitocondrias no alcanza a llenar el hueco atroz en tus querencias; simplemente da certeza a las identidades y sentido a las cenizas.

Quevedo lo intuía, Karin: el ADN es la parte del polvo que permanece enamorada (de sus deudos, de su antiguo rostro); es la semilla de la materia viva y es, además, el equivalente molecular de los afectos perdurables: todo se transforma en la vida, menos la herida agridulce de la memoria; todo se transforma en la muerte, menos la cadena de proteínas que preserva la herencia. El muerto o la muerta no están allí, pero el ADN mantiene intacto el programa de su existencia. Eran gordos o flacos, tenían los ojos claros u oscuros, les gustaba el orden o preferían el desmadre, y llevaban programado el surgimiento de un lunar en la frente.

Por fortuna, la comparación de las secuencias genéticas es un método que no entiende de discriminación por motivos de raza, sexo, edad, religión, ideología. Lo mismo sirve para rebautizar una osamenta precaria con el nombre del último Zar de Rusia que para localizar restos de revolucionarios en sitios más cálidos que Siberia o para descubrir que todos los islandeses vivos son ramificaciones de unos cuantos árboles genealógicos plantados por vikingos fallecidos.

“Te recordaremos siempre” es un consuelo pequeño ante la inmensidad de la muerte. Pero ahora sabemos que los muertos se dicen a sí mismos: “Me recordaré siempre”. Y cumplen su promesa y nos dicen su nombre.

24.8.99

Un día de paz


El océano del correo electrónico es navegado, con frecuencia creciente, por mensajes adentro de una botella que proponen esfuerzos mentales colectivos a favor de la paz. La cantidad de envases flotantes con semejante contenido hace pensar en la buena voluntad de los humanos y en la cada vez más extendida convicción de la convivencia pacífica, pero también en puertos con aguas llenas de basura: conforme se multiplican, los llamados a la bondad se convierten en algo parecido a los folletos de pizzas a domicilio que unas manos anónimas y odiosas deslizan sin sosiego bajo tu puerta.

En los tiempos modernos nadie --salvo cuatro neonazis que se refocilan en su completo aislamiento moral-- admite su afiliación convencida en el bando de la guerra, ni argumenta que esa actividad humana posea valores intrínsecos. Hoy, quienes hacen la guerra se justifican en nombre de la paz que viene; los ministerios de Guerra han sido rebautizados --“de Defensa”, por favor-- y las fuerzas armadas de todos los países son depositarias, en público, de reconocimientos y exaltaciones que compensan el rechazo implícito del resto de la ciudadanía. Por eso los exhortos a la paz que transitan las arterias del correo electrónico mundial han perdido valor e importancia y son vistos como simple contaminación digital: en estos días hasta Milosevic y Clinton podrían suscribirlos.

Ayer recibí uno que propone llevar a cabo, el primero de enero del 2000 un alto del fuego universal: “Que durante 24 horas ningún arma sea disparada en la Tierra incluso en la televisión” (sic de amplia cobertura). Esto generaría un “silencio dorado” y “un pensamiento en oleada, cuanta más gente haga suyo este deseo más posibilidades hay de que se haga realidad” (otro sic multifuncional).

Sí, no estaría mal ese día sin tiros, esa suerte de “hoy no circula” para las armas de fuego y sus representaciones electrónicas en los medios, pero no parece fácil que los 14 bandos en pugna en África Central --entre otros-- se pongan de acuerdo con los guerrilleros independentistas de Timor y éstos, a su vez, con los narcotraficantes de Ciudad Juárez, con los paramilitares y guerrilleros colombianos y con las patrullas de venganza albano-kosovenses, y que todos ellos rechacen, al unísono, aparecer en las transmisiones de la CNN, Canal MAS y Televisa. No estaría mal, pero parece más simple y practicable, si es que la tarea tiene algo de simple, que cada quien afronte el Kosovo, el Chiapas, el Ruanda, el Belfast o el Magdalena que le quede más cercano, y mueva un dedo en la dirección que pueda, o quiera, para resolverlo.

Finalmente, me impresiona la sencillez con que se da por cierta, en esta clase de mensajes, la supuesta condición generadora de violencia de los medios. Ahora, para ahorrarse el análisis, todo el mundo le echa la culpa de las masacres escolares de Estados Unidos a Quentin Tarantino y a los noticieros de NBC, y se pregona que la mejor manera de resolver un problema es evitar que se le mencione en la pantalla chica.

17.8.99

Tulyehualco


En nuestra advocación de muchedumbre, los humanos somos capaces de emprender gestas heróicas y de cometer atrocidades. No hay que hurgar muy lejos ni muy atrás para presenciarlas: a 40 minutos del Zócalo capitalino, un hombre es acusado de ladrón, tundido, martirizado, atado a un palo y exhibido, como animal, en el quiosco del pueblo, ante una multitud que porfía en ponerle fuera de la piel los frágiles mecanismos que lleva dentro de ella, mientras los medios nos presentan, a todo color, el espectáculo público de un sacrificio que por poco y se consuma.

A lo largo de diez horas, de seis de la mañana a tres de la tarde del sábado 14, la comunidad de Santiago Tulyehualco, que se vigila a sí misma por desconfianza a la policía, convirtió a Alejandro Osorno Palma en el culpable de todas las agresiones delictivas sufridas por la gente de la demarcación en meses recientes. Los justicieros más convencidos proponían rociarlo con gasolina y prenderle fuego. Otros pedían que fuera desatado para golpearlo hasta que muriera. Le mentaron la madre al cura que quiso darle un poco de agua. Los funcionarios que acudieron al sitio para suspender el linchamiento y encauzarlo hacia un acto de justicia fueron agredidos y zarandeados: la cólera del pueblo. Y al final, las acusaciones múltiples por robo y allanamiento se desvanecieron. Sospechas, rumores, historias contadas, nada más.

Estas historias ųque ocurren con frecuencia creciente en Morelos, Hidalgo, el estado de México, el Distrito Federalų casi siempre tienen una génesis complicada, además de frustrante para los que quisieran encontrar culpables inequívocos en cosa de media hora. La rabia salvaje de la turba, diluida hasta grados homeopáticos entre numerosos individuos, tiene razones de fondo y de peso: son muchas las exasperaciones, las impotencias y los agravios que han de sedimentarse en el corazón de cada uno para generar una capacidad de venganza tan resuelta, nítida e infundada como la que tuvo lugar en la plaza de Santiago Tulyehualco entre seis de la mañana y tres de la tarde del sábado 14.

Las delincuencias, que no dudan en ejecutar a integrantes del Estado Mayor Presidencial a tres cuadras de su cuartel o de balacear al escoltado fiscal antidrogas, tienen en la población anónima a las más inermes de las víctimas, y a estas alturas todos querríamos tener a nuestro alcance a un ratero, un violador o un asesino para patearlo hasta que sangre.

Ante la impunidad y la ineficiencia vamos camino a convertirnos en una sociedad de verdugos ocasionales. Llegado el momento, sus componentes más ilustrados invocarán, en nombre de todos, la lógica implacable de Fuenteovejuna, no para justificar la rebelión ante un poder abusivo sino para legitimar el tormento de cualquier pobre hombre con facha de carterista.

10.8.99

Despedida


Mañana, miércoles 11 de agosto de 1999, día del último eclipse solar del siglo, se acabará el mundo. Esta certeza admite las interpretaciones más diversas, desde la de inspiración barroca con ángeles de la anunciación que sacan a los muertos de sus tumbas a punta de trompetazos para que se inscriban en las listas del Juicio Final (a ver si los ultras no sabotean el trámite) hasta la hermenéutica de Nostradamus según Paco Rabanne, una de cuyas lecturas indica que la estación espacial Mir, exhausta de tanto trajín alrededor del planeta, se precipitará sobre París, de preferencia en Nôtre Dame: de esta forma el impacto quedaría al alcance de los turistas, el blanco haría juego con el apellido del profeta y el gótico gótico de la iglesia armonizaría con el gótico extraplanetario del cacharro orbital que, por cierto, es casi tan antiguo como el templo, aunque no esté tan bien conservado como éste.

Otra glosa posible del oráculo plantea que la fecha no implica el final propiamente dicho del planeta, sino que es simplemente el inicio de una época incierta y tenebrosa, sellada por cataclismos naturales y grandes marasmos sociales de ésos que, hoy por hoy, no existen, o sea: hambrunas, guerras, desintegración de países constituidos, epidemias, miseria creciente y cultos raros que construyen a Dios con la nariz de Abraxas, la barriga de Buda y el empeine de Tezcatlipoca. Quienes le apuestan a este escenario no piensan tanto en la purificación espiritual adecuada para recibir el Apocalipsis; prefieren apercibirse de latas de atún, agua embotellada, rollos de papel de baño, monedas de oro y cartuchos de escopeta, todo en cantidades que garanticen el abasto desde el miércoles próximo --mañana-- hasta que sus nietos crezcan y asomen la cabeza fuera del sótano para ver si ya pasó la emergencia.

En el espíritu de tolerancia, fusión y sincretismo que caracteriza nuestra época, algunos egresados de Harvard y Yale, con doctorado en astrología financiera, llaman a la calma y explican que el mundo no se destruirá sino que será desincorporado, con el propósito de aligerar los costos fiscales del universo, elevar la productividad y dejar atrás el populismo; la operación correspondiente --aseguran-- se realizará con plena transparencia y de acuerdo con procedimientos de control apegados a la normatividad galáctica en la materia. Por alguna razón extraña, este planteamiento neoastral tiende a causar más pánico entre la opinión pública que el escueto anuncio milenarista del cataplum final.

La informática zoroastriana introduce una divergencia significativa en cuanto a las fechas: el fin del mundo ocurrirá, sostiene, pero no mañana sino en el primer minuto del primero de enero del 2000. En ese instante los aviones en vuelo se precipitarán a tierra, los trenes chocarán unos contra otros, los misiles atómicos escaparán de sus silos subterráneos, se desbordarán las presas, los instrumentos de los dentistas enloquecerán en la boca de los pacientes, las tarjetas de crédito serán devoradas por los cajeros automáticos y la Secretaría de Hacienda nos volverá a cobrar, de golpe, todos los impuestos que hemos pagado a lo largo del siglo XX. El único consuelo ante este panorama aterrador es que el metro no estará en operación a la hora mencionada, así que puede descartarse el riesgo que una muchedumbre quede atrapada en los vagones.

Frente a escenarios tan sombríos, no faltarán los que planeen tomarle la delantera al Apocalipsis. Es pertinente recordarles que las navajas de afeitar, antes tan socorridas, han caído en total desuso y que los rastrillos desechables no son el instrumento más recomendable para cortarse las venas; la modernidad y la economía informal nos ofrecen, para tal efecto, cutters con mango fosforescente fabricados en China, navajas suizas hechas en Malasia y hasta cuchillos eléctricos que cuentan con un año de garantía, por si una razón de fuerza mayor obliga a posponer el magno acontecimiento; cabe señalar, sin embargo, que estos últimos aparatos resultarán inoperantes en caso de que los prolegómenos del Juicio Final vayan acompañados --como es posible que ocurra-- de cortes en el suministro de energía; ante la deficiente información aportada a este respecto por San Juan, la CFE se deslinda de toda responsabilidad y recomienda, para evitar situaciones frustrantes o humillantes, la adquisición de una planta generadora doméstica.

En general, creo que es una mala idea anticiparse a los hechos. Tengo la intuición de que va a estar buenísimo el espectáculo del fin del mundo y no pienso perdérmelo por nada del ídem. Adiós para siempre.

3.8.99

Otra vez los gitanos


Llegaron a Europa en la edad media, desde el oriente --aún se discute si desde Egipto (egiptanos) o desde India--, embaucadores, salerosos e inofensivos, con la coartada de una maldición ancestral que los reducía a la vida errante: descendían de los herreros que fabricaron los clavos de Cristo. En todos los países en proceso de formación fueron perseguidos desde el inicio. Para muestra, la ley infamante emitida en 1499 en Medina del Campo por los Reyes Católicos que ordenaba a los gitanos dejar de serlo, so pena de azotes y, en caso de reincidencia, mutilación de las orejas y reducción a la esclavitud; el precepto era aplicable a hombres, mujeres, niños y ancianos (Majestades, majestades,/ Doña Isabel, Don Fernando,/ antes de poner la firma/ pensadlo, por Dios, pensadlo, les advirtió un romance de la época, pero la pareja real no hizo caso). Esa disposición sentó las bases para llevar a decenas de miles de gitanos a las galeras reales en el Puerto de Santa María, para que Felipe II se los prestara a los fúcares, quienes los asfixiaron en el fondo de sus minas de azogue y los rostizaron en sus fundiciones (memoria del juez visitador Mateo Alemán) y, más tarde, para prohibir que buscaran refugio en las iglesias. En su obra Persecución, Juan Peña, El Lebrijano, ya en el siglo XX, cantó los episodios más crueles de esa fobia que pasa por los campos de concentración de la Alemania nazi --en donde murieron cientos de miles de gitanos que no figuran en ningún monumento a las víctimas del Holocausto-- y llega hasta nuestros días y que tiene su expresión más cruda en las decenas de miles de gitanos kosovares que escapan, en estos días, a las venganzas equívocas de los albaneses.

Los Estados constituidos, o en vías de constitución, odian a los nómadas porque resulta imposible controlarlos, obligarlos a pagar tributos, perseguirlos por la vía penal, censarlos, inscribirlos en el padrón de votantes, educar a sus hijos o pregonarles los beneficios del seguro social. Además, el orden político contemporáneo, repleto de ONG y promesas de tolerancia, está construido sobre las premisas de la nacionalidad y la ciudadanía, y niega rotundamente un sitio a quienes, por no tener residencia fija, carecen de tales condiciones. Bienvenidos los vagabundos, siempre y cuando se desplacen por KLM, se hospeden en hoteles Sheraton y ostenten su notebook y su tarjeta Visa: la libertad en su significación más primaria --la de movimiento, tránsito, viaje permanente-- es un servicio carísimo y los pobres deben circunscribir su existencia a una ciudad perdida, a un multifamiliar ruinoso o a una reserva territorial.

Por eso, Italia, que acogió con tanta generosidad (y qué bueno) a los kosovares albaneses que huían de la crueldad serbia, antes de, y durante la guerra de la OTAN, dejó de lado su humanismo de excepción. Si a los fugitivos de ayer les ofrecía el estatuto de refugiado político, a estos miles de gitanos que se medio mueren en el Adriático en barcos atestados les depara trato de inmigrantes ilegales.

El vocero de la Alianza Atlántica dice sin inquietarse que, en el Kosovo patrullado por las fuerzas multinacionales, unas 30 personas son asesinadas todos los días. No entran en el balance las casas quemadas, los apaleados, los escarmentados, los humillados. Muy quitado de la pena, el portavoz de la OTAN afirma que”como todo el mundo sabe, los soldados no son precisamente los mejores policía” y apunta que “en los próximos meses” llegarán a la región unos agentes del orden enviados por la ONU para ver si pueden hacer algo. Las víctimas son, en su inmensa mayoría, serbios o gitanos convertidos en blanco de la venganza colectiva. Antes de la guerra, los primeros solían obligar a los segundos a participar en los escalones más bajos --y directos-- de la represión contra los albaneses, y ahora los gitanos, como siempre, tienen que pagar el pato.
 Ahí están, por si alguien las requería, las pruebas de la doble moral de Occidente. El cadáver de un kosovar asesinado por serbios bien vale una campaña masiva de bombardeo aéreo, pero el cuerpo de un serbio o de un gitano ultimados por kosovares sólo justifica un sentido pésame. Ahora, en la visión y en la práctica de la OTAN, los serbios kosovares se han convertido, en unas ratas desprovistas de derechos humanos. Pero incluso en esa condición, hay un Estado que se proclama serbio y que habla en nombre de ellos. Los gitanos no tienen ni siquiera eso. Hoy en día, Europa sigue exterminándolos.