Llegaron a Europa en la edad media, desde el oriente --aún
se discute si desde Egipto (egiptanos) o desde India--, embaucadores, salerosos
e inofensivos, con la coartada de una maldición ancestral que los reducía a la
vida errante: descendían de los herreros que fabricaron los clavos de Cristo.
En todos los países en proceso de formación fueron perseguidos desde el inicio.
Para muestra, la ley infamante emitida en 1499 en Medina del Campo por los
Reyes Católicos que ordenaba a los gitanos dejar de serlo, so pena de azotes y,
en caso de reincidencia, mutilación de las orejas y reducción a la esclavitud;
el precepto era aplicable a hombres, mujeres, niños y ancianos (Majestades,
majestades,/ Doña Isabel, Don Fernando,/ antes de poner la firma/ pensadlo, por
Dios, pensadlo, les advirtió un romance de la época, pero la pareja real no
hizo caso). Esa disposición sentó las bases para llevar a decenas de miles de
gitanos a las galeras reales en el Puerto de Santa María, para que Felipe II se
los prestara a los fúcares, quienes los asfixiaron en el fondo de sus minas de
azogue y los rostizaron en sus fundiciones (memoria del juez visitador Mateo
Alemán) y, más tarde, para prohibir que buscaran refugio en las iglesias. En su
obra Persecución, Juan Peña, El Lebrijano, ya en el siglo XX, cantó los
episodios más crueles de esa fobia que pasa por los campos de concentración de
la Alemania nazi --en donde murieron cientos de miles de gitanos que no figuran
en ningún monumento a las víctimas del Holocausto-- y llega hasta nuestros días
y que tiene su expresión más cruda en las decenas de miles de gitanos kosovares
que escapan, en estos días, a las venganzas equívocas de los albaneses.
Los Estados constituidos, o en vías de constitución, odian a
los nómadas porque resulta imposible controlarlos, obligarlos a pagar tributos,
perseguirlos por la vía penal, censarlos, inscribirlos en el padrón de
votantes, educar a sus hijos o pregonarles los beneficios del seguro social.
Además, el orden político contemporáneo, repleto de ONG y promesas de
tolerancia, está construido sobre las premisas de la nacionalidad y la
ciudadanía, y niega rotundamente un sitio a quienes, por no tener residencia
fija, carecen de tales condiciones. Bienvenidos los vagabundos, siempre y
cuando se desplacen por KLM, se hospeden en hoteles Sheraton y ostenten su
notebook y su tarjeta Visa: la libertad en su significación más primaria --la
de movimiento, tránsito, viaje permanente-- es un servicio carísimo y los
pobres deben circunscribir su existencia a una ciudad perdida, a un
multifamiliar ruinoso o a una reserva territorial.
Por eso, Italia, que acogió con tanta generosidad (y qué
bueno) a los kosovares albaneses que huían de la crueldad serbia, antes de, y
durante la guerra de la OTAN, dejó de lado su humanismo de excepción. Si a los
fugitivos de ayer les ofrecía el estatuto de refugiado político, a estos miles
de gitanos que se medio mueren en el Adriático en barcos atestados les depara
trato de inmigrantes ilegales.
El vocero de la Alianza Atlántica dice sin inquietarse que,
en el Kosovo patrullado por las fuerzas multinacionales, unas 30 personas son
asesinadas todos los días. No entran en el balance las casas quemadas, los
apaleados, los escarmentados, los humillados. Muy quitado de la pena, el portavoz
de la OTAN afirma que”como todo el mundo sabe, los soldados no son precisamente
los mejores policía” y apunta que “en los próximos meses” llegarán a la región
unos agentes del orden enviados por la ONU para ver si pueden hacer algo. Las
víctimas son, en su inmensa mayoría, serbios o gitanos convertidos en blanco de
la venganza colectiva. Antes de la guerra, los primeros solían obligar a los
segundos a participar en los escalones más bajos --y directos-- de la represión
contra los albaneses, y ahora los gitanos, como siempre, tienen que pagar el
pato.
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