24.8.99

Un día de paz


El océano del correo electrónico es navegado, con frecuencia creciente, por mensajes adentro de una botella que proponen esfuerzos mentales colectivos a favor de la paz. La cantidad de envases flotantes con semejante contenido hace pensar en la buena voluntad de los humanos y en la cada vez más extendida convicción de la convivencia pacífica, pero también en puertos con aguas llenas de basura: conforme se multiplican, los llamados a la bondad se convierten en algo parecido a los folletos de pizzas a domicilio que unas manos anónimas y odiosas deslizan sin sosiego bajo tu puerta.

En los tiempos modernos nadie --salvo cuatro neonazis que se refocilan en su completo aislamiento moral-- admite su afiliación convencida en el bando de la guerra, ni argumenta que esa actividad humana posea valores intrínsecos. Hoy, quienes hacen la guerra se justifican en nombre de la paz que viene; los ministerios de Guerra han sido rebautizados --“de Defensa”, por favor-- y las fuerzas armadas de todos los países son depositarias, en público, de reconocimientos y exaltaciones que compensan el rechazo implícito del resto de la ciudadanía. Por eso los exhortos a la paz que transitan las arterias del correo electrónico mundial han perdido valor e importancia y son vistos como simple contaminación digital: en estos días hasta Milosevic y Clinton podrían suscribirlos.

Ayer recibí uno que propone llevar a cabo, el primero de enero del 2000 un alto del fuego universal: “Que durante 24 horas ningún arma sea disparada en la Tierra incluso en la televisión” (sic de amplia cobertura). Esto generaría un “silencio dorado” y “un pensamiento en oleada, cuanta más gente haga suyo este deseo más posibilidades hay de que se haga realidad” (otro sic multifuncional).

Sí, no estaría mal ese día sin tiros, esa suerte de “hoy no circula” para las armas de fuego y sus representaciones electrónicas en los medios, pero no parece fácil que los 14 bandos en pugna en África Central --entre otros-- se pongan de acuerdo con los guerrilleros independentistas de Timor y éstos, a su vez, con los narcotraficantes de Ciudad Juárez, con los paramilitares y guerrilleros colombianos y con las patrullas de venganza albano-kosovenses, y que todos ellos rechacen, al unísono, aparecer en las transmisiones de la CNN, Canal MAS y Televisa. No estaría mal, pero parece más simple y practicable, si es que la tarea tiene algo de simple, que cada quien afronte el Kosovo, el Chiapas, el Ruanda, el Belfast o el Magdalena que le quede más cercano, y mueva un dedo en la dirección que pueda, o quiera, para resolverlo.

Finalmente, me impresiona la sencillez con que se da por cierta, en esta clase de mensajes, la supuesta condición generadora de violencia de los medios. Ahora, para ahorrarse el análisis, todo el mundo le echa la culpa de las masacres escolares de Estados Unidos a Quentin Tarantino y a los noticieros de NBC, y se pregona que la mejor manera de resolver un problema es evitar que se le mencione en la pantalla chica.

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