Mañana, miércoles 11 de agosto de 1999, día del último
eclipse solar del siglo, se acabará el mundo. Esta certeza admite las
interpretaciones más diversas, desde la de inspiración barroca con ángeles de
la anunciación que sacan a los muertos de sus tumbas a punta de trompetazos
para que se inscriban en las listas del Juicio Final (a ver si los ultras no
sabotean el trámite) hasta la hermenéutica de Nostradamus según Paco Rabanne,
una de cuyas lecturas indica que la estación espacial Mir, exhausta de tanto trajín
alrededor del planeta, se precipitará sobre París, de preferencia en Nôtre
Dame: de esta forma el impacto quedaría al alcance de los turistas, el blanco
haría juego con el apellido del profeta y el gótico gótico de la iglesia
armonizaría con el gótico extraplanetario del cacharro orbital que, por cierto,
es casi tan antiguo como el templo, aunque no esté tan bien conservado como
éste.
Otra glosa posible del oráculo plantea que la fecha no
implica el final propiamente dicho del planeta, sino que es simplemente el
inicio de una época incierta y tenebrosa, sellada por cataclismos naturales y
grandes marasmos sociales de ésos que, hoy por hoy, no existen, o sea:
hambrunas, guerras, desintegración de países constituidos, epidemias, miseria
creciente y cultos raros que construyen a Dios con la nariz de Abraxas, la
barriga de Buda y el empeine de Tezcatlipoca. Quienes le apuestan a este
escenario no piensan tanto en la purificación espiritual adecuada para recibir
el Apocalipsis; prefieren apercibirse de latas de atún, agua embotellada,
rollos de papel de baño, monedas de oro y cartuchos de escopeta, todo en
cantidades que garanticen el abasto desde el miércoles próximo --mañana-- hasta
que sus nietos crezcan y asomen la cabeza fuera del sótano para ver si ya pasó
la emergencia.
En el espíritu de tolerancia, fusión y sincretismo que
caracteriza nuestra época, algunos egresados de Harvard y Yale, con doctorado
en astrología financiera, llaman a la calma y explican que el mundo no se
destruirá sino que será desincorporado, con el propósito de aligerar los costos
fiscales del universo, elevar la productividad y dejar atrás el populismo; la
operación correspondiente --aseguran-- se realizará con plena transparencia y
de acuerdo con procedimientos de control apegados a la normatividad galáctica
en la materia. Por alguna razón extraña, este planteamiento neoastral tiende a
causar más pánico entre la opinión pública que el escueto anuncio milenarista
del cataplum final.
La informática zoroastriana introduce una divergencia
significativa en cuanto a las fechas: el fin del mundo ocurrirá, sostiene, pero
no mañana sino en el primer minuto del primero de enero del 2000. En ese
instante los aviones en vuelo se precipitarán a tierra, los trenes chocarán
unos contra otros, los misiles atómicos escaparán de sus silos subterráneos, se
desbordarán las presas, los instrumentos de los dentistas enloquecerán en la
boca de los pacientes, las tarjetas de crédito serán devoradas por los cajeros
automáticos y la Secretaría de Hacienda nos volverá a cobrar, de golpe, todos
los impuestos que hemos pagado a lo largo del siglo XX. El único consuelo ante
este panorama aterrador es que el metro no estará en operación a la hora
mencionada, así que puede descartarse el riesgo que una muchedumbre quede
atrapada en los vagones.
Frente a escenarios tan sombríos, no faltarán los que
planeen tomarle la delantera al Apocalipsis. Es pertinente recordarles que las
navajas de afeitar, antes tan socorridas, han caído en total desuso y que los
rastrillos desechables no son el instrumento más recomendable para cortarse las
venas; la modernidad y la economía informal nos ofrecen, para tal efecto,
cutters con mango fosforescente fabricados en China, navajas suizas hechas en
Malasia y hasta cuchillos eléctricos que cuentan con un año de garantía, por si
una razón de fuerza mayor obliga a posponer el magno acontecimiento; cabe
señalar, sin embargo, que estos últimos aparatos resultarán inoperantes en caso
de que los prolegómenos del Juicio Final vayan acompañados --como es posible
que ocurra-- de cortes en el suministro de energía; ante la deficiente
información aportada a este respecto por San Juan, la CFE se deslinda de toda
responsabilidad y recomienda, para evitar situaciones frustrantes o
humillantes, la adquisición de una planta generadora doméstica.
En general, creo que es una mala idea anticiparse a los
hechos. Tengo la intuición de que va a estar buenísimo el espectáculo del fin
del mundo y no pienso perdérmelo por nada del ídem. Adiós para siempre.
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