A principios de septiembre las cosas parecían marchar bien
para los hijos del desierto. En uno de sus primeros actos de gobierno, el
sucesor de Hassán, Mohamed VI, había nombrado una comisión plural para analizar
los asuntos del Sáhara Occidental, en lo que se interpretó como un posible
abandono de la política de puño de hierro sostenida hasta entonces por Rabat ante
lo que Marruecos llama sus “provincias del sur” --y que el resto del mundo
reconoce como la República Árabe Saharaui Democrática (RASD)--, ocupadas desde
1975 cuando las tropas coloniales españolas abandonaron la región. El
referéndum en el cual los saharauis decidirán si son tales o si son marroquíes,
postergado en innumerables ocasiones, había quedado fijado, en definitiva, para
julio del año entrante. El Frente Polisario, representante incuestionado de los
hijos del desierto, preparaba una propuesta de Constitución para el país
liberado. Se veía la luz al final del túnel de la ocupación marroquí, y
parecían ir quedando atrás los bombardeos con bombas de fósforo contra la
población civil, las desapariciones y los asesinatos de independentistas, el
oprobio de la ocupación. Lo de menos, en esas circunstancias, era que el
gobierno de Marruecos persistiera en sus intentos por adulterar el padrón de votantes
para el referéndum con la inclusión en las listas de miles y miles de colonos
marroquíes.
El 10 de septiembre, en la ocupada El Aaiún, numerosos
estudiantes, desempleados y jubilados saharauis iniciaron un plantón de
protesta pacífica contra los invasores. Nueve días más tarde los trabajadores
de las minas de fosfatos se les unieron. En la madrugada del 22, elementos de
la Policía Judicial, la Gendarmería Real, las Compañías Móviles de Intervención
y del Departamento de Seguridad Territorial iniciaron una violenta represión
contra los manifestantes, con un saldo de dos muertos, más de cuarenta heridos
--a los cuales les fue negada la atención médica en los hospitales-- y dos
decenas de desaparecidos. Todo ello, en las narices de los observadores de la
ONU (MINURSO).
En días posteriores (27, 28 y 29 de septiembre) grupos de
colonos marroquíes, con el respaldo evidente de su gobierno, saquearon e
incendiaron casas y comercios de saharauis y secuestraron al estudiante Ahmedou
Ely Salem Sidi. La violencia de los invasores se ha abatido sobre El Aaiún,
capital ocupada de la RASD.
Dos hipótesis: el siniestro policía Dris Basri, hombre de
confianza de Hassán, y por décadas hombre fuerte en los territorios ocupados,
se ha sentido amenazado por las nuevas políticas de Mohamed VI y ha decidido
torpedear por su cuenta los preparativos para el referéndum de julio del 2000,
o bien la tendencia moderada del nuevo rey marroquí es una simulación orientada
a ganar tiempo, a tomarle el pelo a la comunidad internacional, a dorarle la
píldora a la ONU (que es habilísima en comulgar con ruedas de molino) y a
impedir, a fin de cuentas, la independencia de los saharauis. Sea como fuere,
éstos no van a dejarse escamotear su derecho a tener una patria. El único
camino para impedírselos es, entonces, masacrarlos en forma semejante a como
los militares indonesios masacraron a los timoreses hace un par de semanas.
Entre los dos pueblos --timoreses y saharauis-- hay grandes
paralelismos. Ambos fueron víctimas de potencias vecinas (Indonesia y
Marruecos) que aprovecharon el hueco de la descolonización súbita e
irresponsable (Portugal, en el caso asiático; España, en el africano) para
anexarse territorios y pueblos con vocación de países independientes. Tanto
Timor como la RASD han padecido una represión implacable desde 1975, y ambos
han mantenido, pese a todo, su determinación de soberanía. Cuando las
autoridades de Yakarta vieron perdida su colonia, tras el abrumador triunfo de
los independentistas timoreses en el referéndum de agosto, perpetraron un
genocidio desesperado y mezquino que, de todos modos, no habría podido evitar
la liberación timoresa. Ahora estamos ante la posibilidad amarga de que
Marruecos, con base en esa experiencia ajena, procure no llegar al plebiscito.
Queda la duda de si la comunidad internacional volverá a permitir una matanza
de inocentes a plena luz del día.
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