25.1.00

Ecuador: certeza y sospecha


Tras lo ocurrido este fin de semana en Ecuador quedan una certeza y una sospecha, ambas igualmente amargas. La primera es que la institucionalidad política de ese país andino, al igual que muchas otras del subcontinente, no sirve más que para preservarse a sí misma y, a veces, ni para eso. En estas latitudes, la idea de la democracia como ámbito de exposición y resolución de conflictos entre individuos y sectores se transforma con harta frecuencia en una realidad de gobiernos democráticos que entran en confrontación con sus propias sociedades, o con amplios sectores de éstas y en movimientos sociales que se salen de madre ante la determinación, por parte de la clase política, de no atenderlos. La distancia entre la gravedad de los problemas que padecen las poblaciones y la frivolidad de las clases políticas que dicen representarlas se traduce en democracias insostenibles, en estados ingobernables y en países inhabitables para sus propias mayorías demográficas.

La sospecha es, si cabe, más dolorosa que la certeza, y tiene que ver con los indicios de una utilización de los pueblos indígenas ecuatorianos en el derrocamiento de Jamil Mahuad. El dato más contundente en este sentido es el rápido desmoronamiento de la ocupación de Quito tras el nombramiento de un nuevo titular del Ejecutivo. La disolución del movimiento pone en evidencia que la Confederación Nacional de Indígenas (Conaie) carecía de un plan de acción que fuera más allá de la marcha de las comunidades sobre la capital y de previsiones para una acción política independiente de los mandos militares. En esa perspectiva, pareciera que la organización indígena se limitó a movilizar a sus bases para enmarcar una petición de golpe de Estado turnada a algunos oficiales, y que una vez ilegalizada la efímera junta cívico-militar, se quedó sin libreto y hubo de ordenar el regreso de los movilizados a sus lugares de origen.

El desenlace evoca, en el mejor de los escenarios, un ejercicio de cuentas alegres por parte de la directiva indígena; en el peor, una historia de engaños, manipulaciones y pactos no cumplidos entre ésta y la cúpula castrense. El hecho es que Mahuad, con sus pifias y desmanejos económicos, no sólo se había vuelto inaceptable para la mayoría de la población, sino que resultaba también un presidente incómodo para la comunidad financiera internacional y nacional y, por ende, para sus propios partidarios y para el conjunto de la clase política. La recomposición del Poder Ejecutivo, el sábado pasado, rindió ganancias a las esferas civiles y militares y abrió perspectivas auspiciosas a los inversionistas. En cambio, a quienes sudaron los caminos que llevan a Quito, se expusieron a la represión y aportaron su entusiasmo y su rabia, el episodio nacional no les sirvió de nada. ¿Quién o quiénes los usaron?

18.1.00

Chile: victorias grises


Esta elección chilena de anteayer fue un rosario de paradojas. Los ciudadanos no votaron para cambiar nada, sino para conservar lo que tienen, por más que les resulte insatisfactorio. La economía no va propiamente en derrotero de catástrofe como hace tres meses, pero el precio del pan se ha triplicado en cosa de semanas. El óxido acumulado en el poder por la Concertación es mucho más profundo de lo que pensó Ricardo Lagos cuando resultó nominado en primarias, y los votantes del oficialismo sufragaron más con sentido de obligación que de ejercicio de un derecho, porque tampoco está la situación como para dejar el gobierno en manos de unos pinochetistas que, en la férrea disputa por el centro político, ya perdieron hasta su pinochetismo. Si hubo voto de castigo, la sanción consistió en imponerle a la Concertación otro periodo en el poder.

Son grises las victorias y las derrotas que ocurren en y alrededor de Chile. Lo es el triunfo de Lagos, lo es el fracaso de Lavín, lo es la derrota máxima del tirano --quien, según los indicios, volverá a Chile en bata de enfermo y con la extremaunción administrada por vía intravenosa-- y lo es también su victoria póstuma e involuntaria: tener a la mitad de los ciudadanos votando por la derecha.

La disociación nacional tuvo una expresión muy clara en el emocionado discurso de victoria que pronunció Lagos en la Plaza de la Constitución, en cuanto tuvo certeza aritmética del triunfo. El cuasi presidente electo centró la alocución en la armonía con el adversario; sólo le faltó ofrecer un ministerio específico a Lavín y, a los partidos de la Alianza por Chile, la inclusión automática en la coalición gobernante: palabras conciliadoras. Y mientras más lejos llevaba su prédica de amor, más fuertes eran los gritos de las bases que le exigían enjuiciar a Pinochet.

Es difícil saber si, a estas alturas, la promoción, por parte del gobierno, de un proceso legal contra el dictador menguado y menguante --que tendría que comenzar por quitarle la inmunidad parlamentaria y sacarlo del Congreso-- podría calificarse de actitud de confrontación: en los quince meses en los que Pinochet ha permanecido enjaulado en Londres, su exhibición ante los ojos del mundo como genocida criminal lo convierten en un fardo político excesivo hasta para sus propios fanáticos; para las hegemonías de la clase política chilena --oficialismo y derecha-- lo mejor que podría pasar es que el viejo gorila estirara la pata por propia iniciativa y con la mayor discreción posible; así, los parlamentarios y los dirigentes de partido podrían regresar a la disputa apacible por el extremo centro y a porfiar en la magna tarea de administrar anestesia al cuerpo social.

Este empeño analgésico ha aceitado la transición interminable (¿desde cuándo, hasta cuándo, hacia dónde?) pero no es seguro que sea motivo de la gratitud de los chilenos hacia sus gobernantes. Tal vez el desafío más importante para el próximo periodo de la Concertación no provenga de sus adversarios políticos amortiguados ni de sus propias bases, sino de una sociedad que, en una década de moderación oficial casi fundamentalista, parece haber consolidado la estabilidad política, pero ha perdido el entusiasmo.

11.1.00

Moda contra la muerte


Antaño las ejecuciones de condenados a muerte se realizaban a la vista del público. Así se concretaba el carácter de escarmiento de esa práctica y se ofrecía al pueblo un espectáculo de masas de los que no abundaban. Después, la pena capital fue conducida a la hipocresía por el peso de su propio horror y se convirtió en ritual de sótanos y celdas confinadas, sin más público que los verdugos, los testigos establecidos por la ley y el sentenciado. Los Estados que la llevan a cabo persistieron en una sanción que será todo lo legal que se quiera, pero que resulta impresentable: no se ejecuta en privado para ocultar lo cruel, sino lo nauseabundo. Eso ya es algo. No por la vía de la ética, sino de la estética, se abre una fisura considerable en la legitimidad del matadero.

Ahora las cosas han dado la vuelta y el exterminio legal de pobre gente o de criminales horrorosos ųigual son pobre genteų ha encontrado en su discreción factores de persistencia. En la medida en que las sentencias capitales y sus ejecuciones no tienen más expresión aparente que pequeñas informaciones cablegráficas, conforme la práctica se hace poco visible, resulta difícil conmover a la sociedad y hacerle evidente su propia degradación.

Por eso, está bien que la empresa Benetton lance una campaña publicitaria con fotos de rostros destinados a contraerse en la camilla de las ejecuciones. Está bien que los condenados Leroy Orange, Bobby Lee Harris y Jerome Mallet nos miren de frente desde las páginas en papel satinado de las revistas, desde los anuncios espectaculares colocados en sitios estratégicos de las vialidades, desde la pantalla de la tele o desde el monitor de la computadora (http://www.benetton.com/deathrow). Esas miradas casi póstumas retratadas por Oliviero Toscani, director artístico de la compañía italiana, tal vez nos convenzan que no somos, en tanto que individuos, del todo ajenos a la multiplicación de la muerte violenta y que el destino de los condenados habría podido ser distinto si hubiesen resistido la tentación del asesinato, pero también si tú y yo hubiésemos estado más atentos a nuestro entorno humano.

Un ejemplo: Leroy Orange, uno de los tres modelos de Benetton, alega su inocencia y atribuye su condena a una declaración de culpabilidad que ųdiceų firmó después de sesiones de intensa tortura ųdescargas eléctricas en diversas partes del cuerpo, ensayos de asfixia con bolsas de plásticoų en el cuartel de Policía situado en las calles 11 y Michigan, en su natal Chicago. Este negro sentenciado hace 15 años, y que el 20 de julio cumplirá 50 si llega vivo a esa fecha, alega ser una víctima del ex teniente Jon Burge, quien en 1991 fue expulsado de la Policía por maltratos y torturas. Tal vez diga la verdad. Pero, aunque no la dijera, la legislación y las cortes no deberían programar su muerte mediante una triple inyección de venenos.

Los otros dos parecen haber aceptado su suerte. Jerome Mallet, un negro de 41 años nacido en Saint Louis Missouri, admite sin cortapisas su culpabilidad y afirma que se ha resignado a que lo maten. Bobby Lee Harris, blanco de 34 años y originario de Williamsburg, Virginia, vive sobresaltado por los remordimientos y por el pánico a la ejecución.

Además de las fotos, en su página de Internet la firma italiana de ropa presenta entrevistas de estos tres hombres, realizadas por Ken Shulman y Speedie Rice, de la Asociación Nacional de Abogados Defensores Penales de Estados Unidos. La muerte no debiera ser un espectáculo ni un asunto público. Habría que codificar el derecho de todo ser humano a mantener en un ámbito de intimidad la realización de sus actos fisiológicos, incluido el episodio final del organismo.

Pero la violación a la privacidad de estos reclusos no la cometió Benetton ni la perpetran las entidades humanitarias que difunden los pormenores de los procesos y las ejecuciones, sino el sistema judicial estadunidense, el conjunto de asesinos con dispensa legal ųfiscales, jueces, jurados, verdugos y custodiosų y quienes siguen empeñados en mantener o revivir un castigo que, en términos civilizatorios, equivale a comerse a los caníbales, como dice Luis de la Barreda.

Los caminos de la humanidad son casi inescrutables. En estos tiempos, usar una prenda de marca Benetton equivale a un voto por el derecho a la vida.

4.1.00

Los vigesimónicos


Llegamos entonces a la tornavuelta del ciclo solar sin saber a ciencia cierta en qué milenio estamos ni a qué siglo pertenecemos (el cronológico, que empieza el año entrante; el cultural, que comenzó el sábado; el histórico, que dio inicio con la caída del Muro de Berlín), remojados en una cotidianeidad casi idéntica a la de la semana anterior ųsalvo por esas tres bolitas que hay que trazar en la esquina superior derecha de los chequesų y con la certeza nostálgica de que 2000 no cambia la textura de nuestras horas.

Los medios, es cierto, nos regalaron la sensación espectacular de pertenencia a la humanidad, nos hicieron comulgar con maoríes, con parisinos y con lapones ųentre otrosų y nos hicieron participar en la proclamación de una cultura universal y única cuya columna vertebral, por el momento, es el cálculo calendárico de Dionisio el Exiguo: 24 horas de cuentas descendentes y orgasmos de masas en todos los puntos del planeta, con una inmersión exasperante en las rebanadas planetarias de los husos horarios. Al mismo tiempo, las enormes dosis de alegría gratuita distribuidas por miles de locutores tienen un precio alto: nadie está a la altura de las obligaciones que impone la trascendencia imaginaria de un nuevo milenio: la renovación personal y colectiva tendría que empezar por el corte de pelo y los calcetines y culminar en la moral pública y en los hábitos alimenticios, pasando por el cambio de coche y la consecución de la santidad. Henos aquí, en cambio, irremediablemente anacrónicos, indignos iguales a nosotros mismos y un tanto avergonzados por nuestras debilidades y nuestras miserias vigesimónicas.

Los medios nos pusieron en contacto ųespiritual y emocional, se entiendeų con maoríes, con parisinos y con lapones, entre otros, pero tuvieron el buen gusto de ahorrarnos las crónicas sobre la recepción del nuevo año entre los habitantes de Grozny, quienes ni siquiera poseen un gentilicio conocido, y entre los damnificados de Venezuela, cuya tragedia no tarda en ser convertida por la demagogia oficial en gesta pluvial bolivariana. Tampoco aparecieron, en la pantalla chica y en los noticiarios de radio, los habitantes de la vía pública que obedecen a los variados apelativos ųdiversidad dentro de la universalidadų de homeless, niños de la calle o indigentes, y que en la Francia de la posguerra fueron convertidos, con el nombre de clochards, en símbolo de la patria frente a los turistas.

A pesar de los encomiables esfuerzos mediáticos y de los ejercicios urbi et orbi de fraternidad light, 2000 es ancho y ajeno. No es necesariamente un año más hostil que el anterior, y menos aún, apocalíptico, como lo anunciaron los logreros de la superstición tecnológica, pero sí distante. Gracias a la condición de hito y cúspide de algo que le atribuyó la máquina publicitaria universal, nos tomará algún tiempo habituarnos a las tres bolitas después del dos y convertirlas en objeto cotidiano. Cuando lo consigamos, vendrá la nostalgia del uno y el nueve que se han ido para siempre pero tendremos, al menos, la certeza de que el padre sol ųesa bomba atómica lentísima, puesta ahí por nadie y para nadaų no ha perdido sus hábitos madrugadores, nos reconciliaremos con nuestras debilidades y miserias y caeremos en la cuenta que el milenio, el siglo o lo que sea, es una mera arbitrariedad sin mayor importancia y creada por nosotros mismos.