Tras lo ocurrido este fin de semana en Ecuador quedan una
certeza y una sospecha, ambas igualmente amargas. La primera es que la
institucionalidad política de ese país andino, al igual que muchas otras del
subcontinente, no sirve más que para preservarse a sí misma y, a veces, ni para
eso. En estas latitudes, la idea de la democracia como ámbito de exposición y
resolución de conflictos entre individuos y sectores se transforma con harta
frecuencia en una realidad de gobiernos democráticos que entran en confrontación
con sus propias sociedades, o con amplios sectores de éstas y en movimientos
sociales que se salen de madre ante la determinación, por parte de la clase
política, de no atenderlos. La distancia entre la gravedad de los problemas que
padecen las poblaciones y la frivolidad de las clases políticas que dicen
representarlas se traduce en democracias insostenibles, en estados
ingobernables y en países inhabitables para sus propias mayorías demográficas.
La sospecha es, si cabe, más dolorosa que la certeza, y
tiene que ver con los indicios de una utilización de los pueblos indígenas
ecuatorianos en el derrocamiento de Jamil Mahuad. El dato más contundente en
este sentido es el rápido desmoronamiento de la ocupación de Quito tras el
nombramiento de un nuevo titular del Ejecutivo. La disolución del movimiento
pone en evidencia que la Confederación Nacional de Indígenas (Conaie) carecía
de un plan de acción que fuera más allá de la marcha de las comunidades sobre
la capital y de previsiones para una acción política independiente de los
mandos militares. En esa perspectiva, pareciera que la organización indígena se
limitó a movilizar a sus bases para enmarcar una petición de golpe de Estado
turnada a algunos oficiales, y que una vez ilegalizada la efímera junta
cívico-militar, se quedó sin libreto y hubo de ordenar el regreso de los
movilizados a sus lugares de origen.
El desenlace evoca, en el mejor de los escenarios, un
ejercicio de cuentas alegres por parte de la directiva indígena; en el peor,
una historia de engaños, manipulaciones y pactos no cumplidos entre ésta y la
cúpula castrense. El hecho es que Mahuad, con sus pifias y desmanejos
económicos, no sólo se había vuelto inaceptable para la mayoría de la
población, sino que resultaba también un presidente incómodo para la comunidad
financiera internacional y nacional y, por ende, para sus propios partidarios y
para el conjunto de la clase política. La recomposición del Poder Ejecutivo, el
sábado pasado, rindió ganancias a las esferas civiles y militares y abrió
perspectivas auspiciosas a los inversionistas. En cambio, a quienes sudaron los
caminos que llevan a Quito, se expusieron a la represión y aportaron su
entusiasmo y su rabia, el episodio nacional no les sirvió de nada. ¿Quién o quiénes los
usaron?