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Los vigesimónicos


Llegamos entonces a la tornavuelta del ciclo solar sin saber a ciencia cierta en qué milenio estamos ni a qué siglo pertenecemos (el cronológico, que empieza el año entrante; el cultural, que comenzó el sábado; el histórico, que dio inicio con la caída del Muro de Berlín), remojados en una cotidianeidad casi idéntica a la de la semana anterior ųsalvo por esas tres bolitas que hay que trazar en la esquina superior derecha de los chequesų y con la certeza nostálgica de que 2000 no cambia la textura de nuestras horas.

Los medios, es cierto, nos regalaron la sensación espectacular de pertenencia a la humanidad, nos hicieron comulgar con maoríes, con parisinos y con lapones ųentre otrosų y nos hicieron participar en la proclamación de una cultura universal y única cuya columna vertebral, por el momento, es el cálculo calendárico de Dionisio el Exiguo: 24 horas de cuentas descendentes y orgasmos de masas en todos los puntos del planeta, con una inmersión exasperante en las rebanadas planetarias de los husos horarios. Al mismo tiempo, las enormes dosis de alegría gratuita distribuidas por miles de locutores tienen un precio alto: nadie está a la altura de las obligaciones que impone la trascendencia imaginaria de un nuevo milenio: la renovación personal y colectiva tendría que empezar por el corte de pelo y los calcetines y culminar en la moral pública y en los hábitos alimenticios, pasando por el cambio de coche y la consecución de la santidad. Henos aquí, en cambio, irremediablemente anacrónicos, indignos iguales a nosotros mismos y un tanto avergonzados por nuestras debilidades y nuestras miserias vigesimónicas.

Los medios nos pusieron en contacto ųespiritual y emocional, se entiendeų con maoríes, con parisinos y con lapones, entre otros, pero tuvieron el buen gusto de ahorrarnos las crónicas sobre la recepción del nuevo año entre los habitantes de Grozny, quienes ni siquiera poseen un gentilicio conocido, y entre los damnificados de Venezuela, cuya tragedia no tarda en ser convertida por la demagogia oficial en gesta pluvial bolivariana. Tampoco aparecieron, en la pantalla chica y en los noticiarios de radio, los habitantes de la vía pública que obedecen a los variados apelativos ųdiversidad dentro de la universalidadų de homeless, niños de la calle o indigentes, y que en la Francia de la posguerra fueron convertidos, con el nombre de clochards, en símbolo de la patria frente a los turistas.

A pesar de los encomiables esfuerzos mediáticos y de los ejercicios urbi et orbi de fraternidad light, 2000 es ancho y ajeno. No es necesariamente un año más hostil que el anterior, y menos aún, apocalíptico, como lo anunciaron los logreros de la superstición tecnológica, pero sí distante. Gracias a la condición de hito y cúspide de algo que le atribuyó la máquina publicitaria universal, nos tomará algún tiempo habituarnos a las tres bolitas después del dos y convertirlas en objeto cotidiano. Cuando lo consigamos, vendrá la nostalgia del uno y el nueve que se han ido para siempre pero tendremos, al menos, la certeza de que el padre sol ųesa bomba atómica lentísima, puesta ahí por nadie y para nadaų no ha perdido sus hábitos madrugadores, nos reconciliaremos con nuestras debilidades y miserias y caeremos en la cuenta que el milenio, el siglo o lo que sea, es una mera arbitrariedad sin mayor importancia y creada por nosotros mismos.

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