Antaño las ejecuciones de condenados a muerte se realizaban
a la vista del público. Así se concretaba el carácter de escarmiento de esa
práctica y se ofrecía al pueblo un espectáculo de masas de los que no
abundaban. Después, la pena capital fue conducida a la hipocresía por el peso
de su propio horror y se convirtió en ritual de sótanos y celdas confinadas,
sin más público que los verdugos, los testigos establecidos por la ley y el
sentenciado. Los Estados que la llevan a cabo persistieron en una sanción que
será todo lo legal que se quiera, pero que resulta impresentable: no se ejecuta
en privado para ocultar lo cruel, sino lo nauseabundo. Eso ya es algo. No por
la vía de la ética, sino de la estética, se abre una fisura considerable en la
legitimidad del matadero.
Ahora las cosas han dado la vuelta y el exterminio legal de
pobre gente o de criminales horrorosos ųigual son pobre genteų ha encontrado en
su discreción factores de persistencia. En la medida en que las sentencias
capitales y sus ejecuciones no tienen más expresión aparente que pequeñas
informaciones cablegráficas, conforme la práctica se hace poco visible, resulta
difícil conmover a la sociedad y hacerle evidente su propia degradación.
Por eso, está bien que la empresa Benetton lance una campaña
publicitaria con fotos de rostros destinados a contraerse en la camilla de las
ejecuciones. Está bien que los condenados Leroy Orange, Bobby Lee Harris y
Jerome Mallet nos miren de frente desde las páginas en papel satinado de las
revistas, desde los anuncios espectaculares colocados en sitios estratégicos de
las vialidades, desde la pantalla de la tele o desde el monitor de la
computadora (http://www.benetton.com/deathrow). Esas miradas casi póstumas
retratadas por Oliviero Toscani, director artístico de la compañía italiana,
tal vez nos convenzan que no somos, en tanto que individuos, del todo ajenos a
la multiplicación de la muerte violenta y que el destino de los condenados
habría podido ser distinto si hubiesen resistido la tentación del asesinato,
pero también si tú y yo hubiésemos estado más atentos a nuestro entorno humano.
Un ejemplo: Leroy Orange, uno de los tres modelos de
Benetton, alega su inocencia y atribuye su condena a una declaración de
culpabilidad que ųdiceų firmó después de sesiones de intensa tortura ųdescargas
eléctricas en diversas partes del cuerpo, ensayos de asfixia con bolsas de
plásticoų en el cuartel de Policía situado en las calles 11 y Michigan, en su
natal Chicago. Este negro sentenciado hace 15 años, y que el 20 de julio
cumplirá 50 si llega vivo a esa fecha, alega ser una víctima del ex teniente
Jon Burge, quien en 1991 fue expulsado de la Policía por maltratos y torturas.
Tal vez diga la verdad. Pero, aunque no la dijera, la legislación y las cortes
no deberían programar su muerte mediante una triple inyección de venenos.
Los otros dos parecen haber aceptado su suerte. Jerome
Mallet, un negro de 41 años nacido en Saint Louis Missouri, admite sin
cortapisas su culpabilidad y afirma que se ha resignado a que lo maten. Bobby
Lee Harris, blanco de 34 años y originario de Williamsburg, Virginia, vive
sobresaltado por los remordimientos y por el pánico a la ejecución.
Además de las fotos, en su página de Internet la firma
italiana de ropa presenta entrevistas de estos tres hombres, realizadas por Ken
Shulman y Speedie Rice, de la Asociación Nacional de Abogados Defensores
Penales de Estados Unidos. La muerte no debiera ser un espectáculo ni un asunto
público. Habría que codificar el derecho de todo ser humano a mantener en un
ámbito de intimidad la realización de sus actos fisiológicos, incluido el
episodio final del organismo.
Pero la violación a la privacidad de estos reclusos no la
cometió Benetton ni la perpetran las entidades humanitarias que difunden los
pormenores de los procesos y las ejecuciones, sino el sistema judicial
estadunidense, el conjunto de asesinos con dispensa legal ųfiscales, jueces,
jurados, verdugos y custodiosų y quienes siguen empeñados en mantener o revivir
un castigo que, en términos civilizatorios, equivale a comerse a los caníbales,
como dice Luis de la Barreda.
Los caminos de la humanidad son casi inescrutables. En estos
tiempos, usar una prenda de marca Benetton equivale a un voto por el derecho a
la vida.
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