Esta elección chilena de anteayer fue un rosario de
paradojas. Los ciudadanos no votaron para cambiar nada, sino para conservar lo
que tienen, por más que les resulte insatisfactorio. La economía no va
propiamente en derrotero de catástrofe como hace tres meses, pero el precio del
pan se ha triplicado en cosa de semanas. El óxido acumulado en el poder por la
Concertación es mucho más profundo de lo que pensó Ricardo Lagos cuando resultó
nominado en primarias, y los votantes del oficialismo sufragaron más con
sentido de obligación que de ejercicio de un derecho, porque tampoco está la
situación como para dejar el gobierno en manos de unos pinochetistas que, en la
férrea disputa por el centro político, ya perdieron hasta su pinochetismo. Si
hubo voto de castigo, la sanción consistió en imponerle a la Concertación otro
periodo en el poder.
Son grises las victorias y las derrotas que ocurren en y
alrededor de Chile. Lo es el triunfo de Lagos, lo es el fracaso de Lavín, lo es
la derrota máxima del tirano --quien, según los indicios, volverá a Chile en
bata de enfermo y con la extremaunción administrada por vía intravenosa-- y lo
es también su victoria póstuma e involuntaria: tener a la mitad de los
ciudadanos votando por la derecha.
La disociación nacional tuvo una expresión muy clara en el
emocionado discurso de victoria que pronunció Lagos en la Plaza de la
Constitución, en cuanto tuvo certeza aritmética del triunfo. El cuasi
presidente electo centró la alocución en la armonía con el adversario; sólo le
faltó ofrecer un ministerio específico a Lavín y, a los partidos de la Alianza
por Chile, la inclusión automática en la coalición gobernante: palabras
conciliadoras. Y mientras más lejos llevaba su prédica de amor, más fuertes
eran los gritos de las bases que le exigían enjuiciar a Pinochet.
Es difícil saber si, a estas alturas, la promoción, por
parte del gobierno, de un proceso legal contra el dictador menguado y menguante
--que tendría que comenzar por quitarle la inmunidad parlamentaria y sacarlo
del Congreso-- podría calificarse de actitud de confrontación: en los quince
meses en los que Pinochet ha permanecido enjaulado en Londres, su exhibición
ante los ojos del mundo como genocida criminal lo convierten en un fardo
político excesivo hasta para sus propios fanáticos; para las hegemonías de la
clase política chilena --oficialismo y derecha-- lo mejor que podría pasar es
que el viejo gorila estirara la pata por propia iniciativa y con la mayor
discreción posible; así, los parlamentarios y los dirigentes de partido podrían
regresar a la disputa apacible por el extremo centro y a porfiar en la magna
tarea de administrar anestesia al cuerpo social.
Este empeño analgésico ha aceitado la transición
interminable (¿desde cuándo, hasta cuándo, hacia dónde?) pero no es seguro que
sea motivo de la gratitud de los chilenos hacia sus gobernantes. Tal vez el
desafío más importante para el próximo periodo de la Concertación no provenga
de sus adversarios políticos amortiguados ni de sus propias bases, sino de una
sociedad que, en una década de moderación oficial casi fundamentalista, parece
haber consolidado la estabilidad política, pero ha perdido el entusiasmo.
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