13.6.00

Bush, el exterminador


Durante el tiempo en que el candidato presidencial republicano George W. Bush ha fungido como gobernador de Texas, 131 condenados a muerte en ese estado dejaron este mundo mediante inyecciones intravenosas administradas por verdugos impecables y eficientes. Al parecer, el sistema de impartición de justicia estatal no es tan eficaz, porque en 40 de esos casos los abogados defensores no presentaron testigos; en 29 se recurrió a testimonios incriminatorios de James Grigson, un siquiatra local apodado “doctor Muerte”, quien en 1995 fue expulsado de la Asociación Siquiátrica de Estados Unidos (ASA) por elaborar diagnósticos poco confiables y carentes de ética; en 43, la defensa de los condenados corrió a cargo de abogados sancionados por prácticas ilegales; en tres juicios que culminaron con sentencias de muerte trabajó como abogado defensor el ya fallecido Joe F. Cannon, célebre por su costumbre de dormir en el curso de las audiencias; en otros, se incluyó el dictamen del médico forense Ralph Erdmann, a quien se le retiró la licencia profesional por inventar o falsificar resultados de autopsias, y en alguno la fiscalía recurrió al perito Charles Linch, a quien sacó temporalmente de la institución siquiátrica en la que se encontraba recluido para que realizara un examen visual de pruebas.

Los datos anteriores forman parte de una exhaustiva investigación elaborada por el Chicago Tribune y publicada el domingo en ese diario. Ciertamente, el gobernador y candidato presidencial Bush no condenó a los reos ni les administró personalmente la inyección letal, pero del reporte mencionado se deduce que ha sido una pieza fundamental para el funcionamiento de la fábrica de cadáveres que es la justicia penal texana, la cual, desde 1976, ha ordenado la muerte de 218 personas, un tercio de todos los ejecutados en EU desde entonces.

En 1995, recién llegado a la gubernatura, Bush firmó una orden para acelerar las ejecuciones. Posteriormente, se opuso a una propuesta legislativa para prohibir la ejecución de retrasados mentales, y adujo que tal iniciativa debía corresponder a los jurados. El gobernador vetó también una iniciativa orientada a mejorar la defensa legal de los indigentes. Asimismo, se opuso a un esfuerzo legislativo que buscaba obligar a la Junta de Perdón (Board of Pardons and Paroles, cuyos integrantes son nombrados por el Ejecutivo estatal) a deliberar y tomar sus decisiones en encuentros físicos, toda vez que los integrantes de esa entidad (que sólo ha concedido el perdón a siete sentenciados a la pena capital desde que Bush es gobernador) votan por fax y sin argumentar su posición. El aspirante presidencial republicano, por su parte, sólo en una ocasión ha ejercido su potestad de conmutar la pena capital de un condenado por prisión perpetua.

Un aspecto particularmente inquietante de las ejecuciones de prisioneros en Texas es que, hasta 1991, las pruebas de daño cerebral o retraso mental en los acusados no eran atenuantes, sino agravantes de facto, toda vez que los fiscales empleaban tales datos para argumentar la peligrosidad futura de los reos. La Suprema Corte de Justicia ordenó a Texas que modificara, en este punto, sus normas para emitir sentencias, respecto, pero 115 de los 131 ejecutados en tiempos de Bush recibieron su condena antes de que la nueva ley entrara en vigor.

Terry Washington fue enviado a la cámara de la muerte en 1997. Sus defensores --de oficio-- nunca presentaron ante la corte que lo sentenció a muerte las pruebas de que el acusado había nacido con lesiones cerebrales, era incapaz de contar y de saber qué hora era, y tenía una capacidad mental equivalente a la de un niño de siete años.

George W. Bush se negó a ser entrevistado por el Chicago Tribune en torno a estas cuestiones. Pero su director de justicia penal, Johnny Sutton, dijo a ese diario que la procuración de justicia penal en Texas “no es perfecta, pero sí es una de las mejores del entorno”.

Para ese sistema judicial y para el propio Bush, resultó aceptable, en su momento, que José Luis Pena, abogado defensor de oficio de Davis Losada --ejecutado en 1997-- se dirigiera a la corte y, en el crítico momento previo al fallo, pronunciara el siguiente alegato final:

“Señoras y señores, ayer, cuando les hablaba a ustedes, se apagaron las luces. No sé. Tal vez fue un mensaje. Hoy llovió. Tal vez eso era un mensaje. Tal vez las gotas de lluvia son la cuestión clave, pero eso es lo que ustedes tienen que decidir hoy... El sistema. La justicia. No sé. Pero eso es lo que van a hacer ustedes.”

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