En la madrugada del lunes 19 de junio, en Dover, Inglaterra,
la policía de aduanas abrió un contenedor para tomates procedente de Zeebrugge,
Bélgica, y se encontró con 58 cadáveres humanos y dos personas vivas. Los
muertos, 54 hombres y cuatro mujeres, “parecían asiáticos”, dijo el oficial
Mark Pugash. El contenedor, que cuenta con sistema de refrigeración propio, era
transportado por un camión de matrícula holandesa, pero el domingo 18 fue el
día más caluroso, en lo que va del año, en el norte de Europa, de tal forma que
los viajeros murieron de calor o murieron de frío. No se ha podido interrogar a
los dos sobrevivientes porque están hospitalizados y la policía no ha divulgado
las declaraciones del conductor, un holandés que se encuentra bajo arresto.
La semana anterior, en México, se ofreció a la teleaudiencia
el espectáculo, en vivo, de la muerte de unos individuos que se ahogaron en el
Río Bravo cuando intentaban ingresar al país de al lado sin pasar por la garita
migratoria. Como show fue
excepcional, pero el suceso resulta más bien rutinario.
Ambos episodios trágicos forman parte de un fenómeno
habitual en el paisaje mundial contemporáneo: en este planeta poseído por la
fiebre del libre comercio y la globalización, el contrabando en general, y el
de seres humanos ha adquirido un auge sin precedentes. La mano de obra de
precio ínfimo y de importación ilegal fluye en grandes cantidades, y por todos
los medios de transporte, de Asia a América, de Latinoamérica a Estados Unidos,
de África y Sudamérica a Europa. Además de las drogas, las armas y las especies
en extinción, el paraíso liberal prohíbe el tráfico de homo
sapiens, que es más bien una especie en expansión. Las restricciones
migratorias en este mundo se incrementan a un ritmo tan similar al que caen las
barreras arancelarias que se vuelve inevitable imaginar una relación entre
ambas cosas y percibirlas como dos caras del mismo poliedro.
Es una coincidencia de veras lamentable --y nada más que
eso-- que la nacionalidad del chofer capturado el lunes en Dover sea la misma
que la de los principales mayoristas de esclavos africanos enviados a América
en los siglos XVII y XVIII. Tal vez la similitud empiece y termine en un
pasaporte holandés: a fin de cuentas, las sentinas de los barcos de esclavos se
llenaban con personas capturadas y transportadas a la fuerza, en tanto que los
migrantes laborales actuales, en su gran mayoría, son trasladados por decisión
propia y hasta pagan por el viaje. Eso hace que los traficantes modernos se
esmeren menos en el cuidado de la mercancía: la mortandad nunca fue tan alta en
aquellos buques infames como lo es hoy en los vagones ferroviarios y las
expediciones a través del desierto en la frontera méxico-estadunidense o en los
camiones que hacen el trayecto del continente a las islas británicas con la
coartada del comercio de tomate.
Acaso sea otra coincidencia lamentable que la fuerza de
trabajo, es decir, el único producto que poseen los que no poseen nada, se
encuentre en la magra lista de sustancias prohibidas por los acuerdos del
intercambio universal, junto con las drogas, las armas y las especies en
extinción. Pero uno no puede dejar de pensar que este mundo, el menos peor de
los posibles, según afirman sus gerentes generales, ha sido regulado para
beneficio de los dueños de todo lo demás. En lo inmediato, en una morgue
improvisada de Dover, hay 58 cadáveres que parecen asiáticos, que en vida no
tenían más propiedades que sus propios cuerpos, que ahora se quedaron hasta sin
eso y que no podrán recibir los beneficios de la globalización.
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