La especie humana sigue siendo nómada. Cualquier “residente
ancestral” de cualquier región del mundo (la excepción es Islandia), con la
curiosidad suficiente para trepar un poco por su árbol genealógico, lo hallará,
a una altura de diez generaciones, como máximo, infestado de migrantes,
extranjeros y fuereños advenedizos. En el extremo, si José María Aznar y los
miembros de su gabinete se tomaran la molestia de hurgar en su propio genoma,
se descubrirían descendientes de unos emigrantes africanos que, siendo aún
prógnatas y un poco arbóreos, y cuando a nadie se le había ocurrido la Ley de
Extranjería, se dispersaron libremente por todo el mundo y que, con el tiempo,
formaron hordas asiáticas, pueblos mediterráneos, godos, visigodos, lapones y
olmecas, entre otras muchas ramificaciones.
Pero si en vez de buscar la herencia de los genes buscaran la
herencia de las ideas, tendrían que reconocerse como descendientes mentales de
los reyes católicos: la Ley de Extranjería huele a la pragmática de Medina del
Campo de 1499: “Mandamos a los egipcianos que andan vagando por nuestros reinos
y señoríos con sus mujeres e hijos, que del día que esta ley fuera notificada y
pregonada en nuestra corte hasta sesenta días siguientes (...), cada uno de
ellos viva por oficios conocidos, que mejor supieran aprovecharse (...) y no
anden más juntos vagando por nuestros reinos como lo facen, o salgan de
nuestros reinos y no vuelvan a ellos en manera alguna, so pena de que (...),
pasados los dichos días, que den a cada uno cien azotes por la primera vez, y
los destierren perpetuamente destos reinos; y por la segunda vez, que les
corten las orejas, y estén sesenta días en las cadenas, y los tornen a
desterrar, como dicho es, y por la tercera vez, que sean cautivos de los que
los tomasen por toda la vida” (Novísima Recopilación, Libro XII, título
XVI).
Se trataba de unificar y cohesionar, a sangre y fuego, al
naciente Estado español, y en ese afán, con pocos años de diferencia, los reyes
colocaron ante una disyuntiva terrible a las juderías, las morerías y las
gitanerías de la Península: o se convertían --es decir, renunciaban a ser lo
que eran-- o se largaban. Un sector de aquella España de convivencia
pluricultural, tierra donde habían fructificado innumerables corrientes
migratorias, se imponía sobre los otros y asentaba su hegemonía política y
cultural sobre el territorio. En lo sucesivo, Castilla no sólo tiranizó a los “infieles”
sino que oprimió a los otros pueblos cristianos de la Península y les confiscó
sus idiomas y lo que ahora llamaríamos sus “usos y costumbres”. A más de 500
años de aquella fundación trágica y bárbara, la España “una, grande y libre”
aún resiente la ausencia de moros y judíos y sigue un tanto embrollada en
resolver, por vías autonómicas o policiales, el enredo de tener muchas naciones
dentro de un solo Estado.
Hoy, la circunstancia es muy distinta. Lo que está en juego
no es la conformación del Estado, sino su participación en el diseño
burocrático del gigantesco castillo feudal en que se está convirtiendo la Unión
Europea, por decisión propia y por fidelidad a la norma globalizadora de cerrar
fronteras a los inmigrantes de los países pobres. Uncidos a esa lógica, Aznar y
su gobierno hicieron promulgar una ley infame que niega a los extranjeros
derechos humanos fundamentales --reunión, asociación, manifestación,
sindicación y huelga-- y cometieron la canallada de condicionar el ingreso a
territorio español a colombianos, ecuatorianos, dominicanos y otros inmigrantes
del mundo hispano que requieren de trabajo y que hasta ahora han participado en
la construcción de la nueva pluralidad cultural española.
Es una pena descubrir que, medio milenio después, el espíritu
de la pragmática de Medina del Campo ha resucitado en La Moncloa.