La ancestralidad territorial es casi siempre una ficción
chovinista y pueblerina, y salvo en una que otra Islandia de excepción, las
sociedades contemporáneas están sostenidas en una sedimentación interminable de
migraciones y contagios. De no ser por los ires y venires mundiales e
incesantes de tribus y de pueblos, Europa seguiría siendo una región de
neanderthales y América estaría deshabitada de humanos. Pero ambos continentes
son, en cambio, puntos de confluencia para todas las religiones, todas las culturas
y todos los idiomas del mundo. Estados Unidos es un ejemplo claro. En el
territorio al que hoy damos ese nombre se asentaron los inciertos peatones de
Behring, los navegantes escandinavos, los pioneros españoles y los franceses,
las víctimas de las persecuciones religiosas europeas, los sajones y los
germanos, los negros llevados como esclavos, los italianos y los polacos, los
griegos, los chinos, los judíos, los rusos, los armenios y muchos otros.
Independientemente de su arribo en calidad de príncipes exiliados o de
mercancía humana, los inmigrantes forjaron una nación que hoy guarda tanto
parecido con las 13 colonias como el México actual con la Nueva España o la
Alemania de nuestros días al Imperio prusiano.
Algunas generaciones después de los éxodos, las causas y las
razones de los nómadas pierden toda importancia. El actual secretario de Estado
es descendiente de esclavos y su antecesora es hija de judíos centroeuropeos
convertidos al cristianismo. La dinastía Kennedy proviene de irlandeses pobres
que en la Unión Americana alcanzaron el poder gracias a las actividades
mafiosas y a la política. Proyectados a futuro, los genes de algún taxista
neoyorquino de origen afgano --nadie más estadunidense-- adquieren la
configuración de Presidente.
Hoy por hoy, el grupo gobernante en Washington --compuesto
por individuos de orígenes genéticos y culturales anglosajones, mexicanos,
cubanos, griegos, africanos, apaches, turcos, y Dios sabe cuáles más-- actúa
como si Estados Unidos fuese una isla de pureza a la que es preciso preservar,
y no una olla enriquecida con todos los ingredientes de lo humano, y rodea el
país con alambradas, detectores de organismos, lanchas patrulleras, radares y
guardias fronterizos. Dicho sea de paso, los gobernantes de la Unión Europea se
comportan de manera parecida en su recién nacida confederación de diversidades,
como si fuera dable definir lo “europeo” sin turcos, magrebíes,
latinoamericanos, vietnamitas, chinos y nigerianos. Por culpa de esas
políticas, la semana pasada 14 mexicanos dejaron los huesos y el resto del
organismo en el desierto de Arizona. Tragedias como ésa ocurren casi todas las
semanas en las regiones fronterizas entre México y Estados Unidos, pero también
en las aguas del Mediterráneo y en furgones de carga en las autopistas y las
vías ferroviarias europeas y americanas. Cada vez que muere un migrante en esas
circunstancias se registra una pérdida inconmensurable para la familia remota,
pero también para su entorno social de origen y para el país que habría sido su
destino. Tarde o temprano se entenderá que esas muertes son mucho más onerosas
que la suma de los gastos por los procedimientos forenses y los sepelios.