A
principios de este mes el Pentágono anunció que está por introducir, en los
fusiles de asalto reglamentarios (AR-15) del ejército estadunidense, balas
ecológicas con núcleo de tungsteno, en vez de los tradicionales proyectiles de
plomo revestido de cobre. Estos últimos, según explican los expertos, provocan
graves daños ecológicos debido a que riegan en el suelo grandes cantidades de
esos metales. El estropicio es particularmente notable en los polígonos de
entrenamiento que posee Estados Unidos en diversos países y continentes para
entrenar a sus efectivos militares, los cuales disparan anualmente 200 millones
de los proyectiles calibre 5.56 mm empleados en el AR-15.
Esta
medida recuerda las disposiciones carcelarias vigentes en la Unión Americana
por medio de las cuales se prohíbe a los condenados a muerte que fumen, con
base en el hecho demostrado de que, a largo plazo, el tabaco provoca graves
daños a la salud y conlleva graves riesgos de contraer cáncer pulmonar y
desarrollar enfisema.
Es
posible que la decisión del Pentágono obedezca en alguna medida a presiones
generadas por los alegatos acerca del presunto “síndrome del Golfo”, un
conjunto de síntomas, enfermedades y muertes raras entre las tropas que
participaron en la guerra contra Irak y, posteriormente, en la incursión de la
OTAN en los Balcanes; a decir de muchos, el fenómeno estaría vinculado con el
empleo masivo, en los aviones de ataque de Estados Unidos y de sus aliados, de
balas de uranio empobrecido, capaces de penetrar blindajes de tanque, pero
altamente contaminantes. Por una operación mental extraña, el discurso
antibélico se convirtió en un alegato ambientalista en el que la indignación
por la pérdida de vidas humanas perdió su relevancia a favor de la defensa de
un entorno limpio.
De
cualquier forma, la inminente introducción de las “balas verdes” puede
considerarse un legítimo triunfo --uno más-- para el ecologismo de sacristía
que recorre el mundo con un éxito feroz y en el cual se sintetiza toda la
banalidad de lo políticamente correcto: el mal no reside en la existencia de un
aparato de muerte y destrucción masiva como el ejército, sino que éste altere
equilibrios naturales inveterados. El problema con los submarinos atómicos no
es que lleven en el lomo cuatro docenas de misiles capaces de volar, cada uno,
una ciudad de tamaño mediano, sino que se queden varados en alguna profundidad
abisal, dejen escapar su ponzoña nuclear y arruinen de esa forma el sistema
reproductivo de las anguilas que medran en la región oceánica y que son insustituibles
para el correcto desarrollo del universo.
A
fuerza de predicar un apocalipsis incierto, ese ambientalismo ha logrado
colocarse, en el escenario político y social, como parte integrada y orgánica
(no es ironía) del modelo de economía que --nadie lo niega--representa el ogro
de la depredación ecológica: capillas certificadoras de limpieza productiva,
partidos que no renuncian a utilizar motores de combustión interna para
movilizar a sus fieles; organizaciones un poco gubernamentales (oupg's) de matriz
europea y estadunidense que pregonan, en el Tercer Mundo, la abstinencia
industrial y la contención en materia de emisión de gases; crisoles para
integrar la máxima humildad de la especie --no hay mayor avance civilizatorio
que la preservación del pato zambullidor-- con la suprema arrogancia de
desconocer que las peores catástrofes ambientales del mundo ocurrieron decenas
de millones años antes de que aparecieran Monsanto --que, de haber estado en
condiciones, habría contribuido a la extinción de los dinosaurios-- y
Greenpeace --que, seguramente, la habría impedido a toda costa.
El
desafío de esta corrección política, en suma, no reside en evitar o posponer la
muerte, sino en asegurarse de dejar tras de sí un cadáver biodegradable y
--ahora la insinuación apócrifa procede de esta especie de neocátaros tardíos--
ya la Madre Naturaleza reconocerá a los suyos.
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