15.5.01

Políticamente correcto


A principios de este mes el Pentágono anunció que está por introducir, en los fusiles de asalto reglamentarios (AR-15) del ejército estadunidense, balas ecológicas con núcleo de tungsteno, en vez de los tradicionales proyectiles de plomo revestido de cobre. Estos últimos, según explican los expertos, provocan graves daños ecológicos debido a que riegan en el suelo grandes cantidades de esos metales. El estropicio es particularmente notable en los polígonos de entrenamiento que posee Estados Unidos en diversos países y continentes para entrenar a sus efectivos militares, los cuales disparan anualmente 200 millones de los proyectiles calibre 5.56 mm empleados en el AR-15.

Esta medida recuerda las disposiciones carcelarias vigentes en la Unión Americana por medio de las cuales se prohíbe a los condenados a muerte que fumen, con base en el hecho demostrado de que, a largo plazo, el tabaco provoca graves daños a la salud y conlleva graves riesgos de contraer cáncer pulmonar y desarrollar enfisema.

Es posible que la decisión del Pentágono obedezca en alguna medida a presiones generadas por los alegatos acerca del presunto “síndrome del Golfo”, un conjunto de síntomas, enfermedades y muertes raras entre las tropas que participaron en la guerra contra Irak y, posteriormente, en la incursión de la OTAN en los Balcanes; a decir de muchos, el fenómeno estaría vinculado con el empleo masivo, en los aviones de ataque de Estados Unidos y de sus aliados, de balas de uranio empobrecido, capaces de penetrar blindajes de tanque, pero altamente contaminantes. Por una operación mental extraña, el discurso antibélico se convirtió en un alegato ambientalista en el que la indignación por la pérdida de vidas humanas perdió su relevancia a favor de la defensa de un entorno limpio.

De cualquier forma, la inminente introducción de las “balas verdes” puede considerarse un legítimo triunfo --uno más-- para el ecologismo de sacristía que recorre el mundo con un éxito feroz y en el cual se sintetiza toda la banalidad de lo políticamente correcto: el mal no reside en la existencia de un aparato de muerte y destrucción masiva como el ejército, sino que éste altere equilibrios naturales inveterados. El problema con los submarinos atómicos no es que lleven en el lomo cuatro docenas de misiles capaces de volar, cada uno, una ciudad de tamaño mediano, sino que se queden varados en alguna profundidad abisal, dejen escapar su ponzoña nuclear y arruinen de esa forma el sistema reproductivo de las anguilas que medran en la región oceánica y que son insustituibles para el correcto desarrollo del universo.

A fuerza de predicar un apocalipsis incierto, ese ambientalismo ha logrado colocarse, en el escenario político y social, como parte integrada y orgánica (no es ironía) del modelo de economía que --nadie lo niega--representa el ogro de la depredación ecológica: capillas certificadoras de limpieza productiva, partidos que no renuncian a utilizar motores de combustión interna para movilizar a sus fieles; organizaciones un poco gubernamentales (oupg's) de matriz europea y estadunidense que pregonan, en el Tercer Mundo, la abstinencia industrial y la contención en materia de emisión de gases; crisoles para integrar la máxima humildad de la especie --no hay mayor avance civilizatorio que la preservación del pato zambullidor-- con la suprema arrogancia de desconocer que las peores catástrofes ambientales del mundo ocurrieron decenas de millones años antes de que aparecieran Monsanto --que, de haber estado en condiciones, habría contribuido a la extinción de los dinosaurios-- y Greenpeace --que, seguramente, la habría impedido a toda costa.

El desafío de esta corrección política, en suma, no reside en evitar o posponer la muerte, sino en asegurarse de dejar tras de sí un cadáver biodegradable y --ahora la insinuación apócrifa procede de esta especie de neocátaros tardíos-- ya la Madre Naturaleza reconocerá a los suyos.

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