Tras la
era de desregulación mundial que actualmente vivimos, las generaciones que
vengan tendrán que emprender la tarea de procurar la separación entre la
empresa y el Estado, así como los liberales del siglo antepasado hicieron otro
tanto entre el poder terrenal y el espiritual. La semana pasada, en Italia, un
señor con fama pública de mafioso y de criminal compró con facilidad, y por
segunda ocasión, la primera magistratura, y hasta se dio el lujo de legitimar
la transacción por medio del voto ciudadano. Tal vez la clave de la operación
sea mediática: Silvio Berlusconi no acudió directamente a la ventanilla de
ventas del Estado con un cheque en mano, sino que adquirió, primero, la mayoría
de los medios televisivos italianos y una buena parte de los radiales y los
impresos, incluido el respetable (y enorme) grupo editorial Mondadori. Con ese
emporio en las manos, Berlusconi machacó con propaganda las cabezas de sus
compatriotas y logró el voto mayoritario. Ahora los gobernantes de Europa
occidental tienen que tragarse la vergüenza, así como masticaron la pena de
tener entre sus filas a un austriaco con aliados nazis.
El
cuarto poder le sirvió al presunto capo para
insertarse en la esfera de los otros tres, por más que en la jugada
intervengan, además, un quinto, el del dinero y, según todos los indicios, un
sexto: el del crimen organizado. La separación entre el poder público y el
poder delictivo es un presupuesto de las democracias representativas, e incluso
de las dictaduras. No lo es, en cambio, el deslinde legal entre los cúmulos de
control accionario y los cargos públicos, por más que en las democracias
representativas se va haciendo evidente la necesidad de obligar a los políticos
a un riguroso voto de castidad bursátil y empresarial, de la misma forma en que
muchas legislaciones modernas prohíben el ejercicio de la política a ministros
de culto y a los militares en activo. Si se lleva esta lógica a sus últimas
consecuencias, ¿sería lícito pedir a los informadores una abstinencia
partidista?
La
segunda llegada de Berlusconi al gobierno implica un casi seguro periodo de
impunidad para él y sus socios de la mafia. Pero, más allá de los quebrantos al
estado de derecho, el suceso pone sobre la mesa la confusión entre relaciones
sociales que debieran ser específicas y singulares: el poder, la información,
el comercio. No es lo mismo ser un votante que opta por un candidato que un
consumidor que escoge un producto; no es lo mismo un creyente que selecciona un
credo que un lector que decide leer un diario en particular, o un radioescucha
que selecciona una frecuencia específica.
La
lógica de la desregulación neoliberal y el darwinismo económico en boga inducen
y alientan una confusión generalizada entre esas relaciones sociales distintas.
Preservar la singularidad de cada una de ellas y restituir la diversidad de los
vínculos y las actividades humanas implicará, a la larga, el establecimiento de
deslindes legales entre unas y otras.
Será
todo un desafío hacerlo sin violar garantías individuales como la propiedad,
los derechos políticos o la libertad de expresión. El problema mayor de estos
deslindes será, con todo, evitar la vuelta a la concepción social de estancos
gremiales y sistemas de castas (los guerreros, en el norte; los sacerdotes, en
el oriente; los comerciantes, en el sur, y los artesanos, en el oeste) que a
estas alturas resultarían intolerables. Pero habrá que implantarlos, antes que
Bill Gates se lance a la Presidencia en Estados Unidos, antes que se fusionen
el Papado y la Secretaría General de la ONU, antes que cundan los ejemplos ruso
e italiano --entre otros-- y la mafia gobierne más países, antes que los canales
de televisión remplacen a los partidos, y así por el estilo.
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