17.7.01

El ajuste y la plaga


El fin del mundo tendría que ser un suceso único y singular, pero en las sociedades latinoamericanas se presenta en forma recurrente, más o menos cada cinco años. Si Juan, el discípulo amado de Jesús, viviera en estos comienzos del siglo XXI, sería doctor en Economía y escribiría sobre la crisis argentina; en vez de referirse al número de la Bestia, el alucinado de Patmos emplearía la expresión --igual de críptica-- de “déficit fiscal” y hablaría de los jinetes de la Recesión, el Desempleo, el Ajuste y la Inflación.

Las escatologías del evangelista (dicen algunos, para desagrado de cristianos y de judíos, que son refrito y recopilación de más antiguos midrashim talmúdicos) han sido vistas como premonición de muchas cosas, pero hoy por hoy nada se parece más al retrato nacional del Apocalipsis que la fuga de capitales con sus secuelas de hambre, muerte, peste y guerra, un fenómeno que se vive y se percibe tan inevitable e inmutable como el delirante fin del mundo según Juan.

Hay la sensación de que el guión está escrito de antemano en alguna parte o que el hoyo negro que se abre en los bolsillos de los argentinos es la expiación de un pecado. Falta por saber cuál: si haber soportado casi una década el neojusticialismo corrupto de Menem o haber votado contra él, el año antepasado, en una movida social que culmina en un gobierno aun más inepto, no menos corrompido, a juzgar por los sobornos a senadores, e igualmente adorador de Domingo Cavallo, quien, para efectos de esta comparación, y si no sonara tan maniqueo y violatorio de los derechos humanos, podría ser homologado con el falso profeta partidario del “dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás”, y a la que hay que “atar por mil años” “para que no engañe más a las naciones” (20:3). Pero el superministro de Economía está tan vapuleado por los acontecimientos fuera de control como cualquier peatón; su desgaste político es inocultable y no le queda gasolina para otro plan de ajuste, el del mes entrante, por ejemplo, cuando el gabinete de De la Rúa se dé cuenta que no basta con que el gobierno ahorre mil 500 millones de dólares en lo que resta del año para sacar al país del abismo financiero.

En lo discursivo el Presidente también mete la pata. Antier desaprovechó la ocasión de colocarse en tono bíblico --la correspondencia entre la austeridad textual y la presupuestal-- y optó, en cambio, por frases desgarradas de telenovela: “Doy la vida por este plan porque estoy salvando al pueblo de consecuencias catastróficas”. Es un alegato de mal gusto y además inverosímil: De la Rúa tuvo año y medio para eludir la catástrofe, pero en ese tiempo hizo cuanto estaba de su parte para propiciarla, y lo logró. El mérito no es enteramente suyo, por supuesto, pero el hombre debiera al menos darse cuenta que las “consecuencias catastróficas” ya son parte de la vida diaria y que el Apocalipsis integra el escenario cotidiano de los argentinos.

Para las sociedades latinoamericanas --y la argentina no es la excepción-- el fin del mundo ocurre cada cinco o seis años, más o menos, y los países se turnan en el bateo del Juicio Final: efecto tequila, efecto samba, efecto tango. El mecanismo que regula esta rueda del infortunio es asunto de Dios, de los extraterrestres o de los capitales internacionales, es decir, está fuera del control de las sociedades afectadas. Los desequilibrios y los consecuentes recortes presupuestales o ajustes ortodoxos se presentan --o son presentados-- con una condición tan inefable como la peste y la plaga de la antigüedad. Son cosas que llegan, arruinan los planes de todo el mundo, abonan la miseria, la inseguridad y el desasosiego ingobernable, y dejan a los países tan patas arriba y tan sin esperanza como los escenarios escritos por Juan en su exilio de Patmos.

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