El fin
del mundo tendría que ser un suceso único y singular, pero en las sociedades
latinoamericanas se presenta en forma recurrente, más o menos cada cinco años.
Si Juan, el discípulo amado de Jesús, viviera en estos comienzos del siglo XXI,
sería doctor en Economía y escribiría sobre la crisis argentina; en vez de
referirse al número de la Bestia, el alucinado de Patmos emplearía la expresión
--igual de críptica-- de “déficit fiscal” y hablaría de los jinetes de la
Recesión, el Desempleo, el Ajuste y la Inflación.
Las
escatologías del evangelista (dicen algunos, para desagrado de cristianos y de
judíos, que son refrito y recopilación de más antiguos midrashim talmúdicos)
han sido vistas como premonición de muchas cosas, pero hoy por hoy nada se
parece más al retrato nacional del Apocalipsis que la fuga de capitales con sus
secuelas de hambre, muerte, peste y guerra, un fenómeno que se vive y se
percibe tan inevitable e inmutable como el delirante fin del mundo según Juan.
Hay la
sensación de que el guión está escrito de antemano en alguna parte o que el
hoyo negro que se abre en los bolsillos de los argentinos es la expiación de un
pecado. Falta por saber cuál: si haber soportado casi una década el
neojusticialismo corrupto de Menem o haber votado contra él, el año antepasado,
en una movida social que culmina en un gobierno aun más inepto, no menos
corrompido, a juzgar por los sobornos a senadores, e igualmente adorador de
Domingo Cavallo, quien, para efectos de esta comparación, y si no sonara tan
maniqueo y violatorio de los derechos humanos, podría ser homologado con el
falso profeta partidario del “dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás”,
y a la que hay que “atar por mil años” “para que no engañe más a las naciones”
(20:3). Pero el superministro de Economía está tan vapuleado por los
acontecimientos fuera de control como cualquier peatón; su desgaste político es
inocultable y no le queda gasolina para otro plan de ajuste, el del mes
entrante, por ejemplo, cuando el gabinete de De la Rúa se dé cuenta que no
basta con que el gobierno ahorre mil 500 millones de dólares en lo que resta
del año para sacar al país del abismo financiero.
En lo
discursivo el Presidente también mete la pata. Antier desaprovechó la ocasión
de colocarse en tono bíblico --la correspondencia entre la austeridad textual y
la presupuestal-- y optó, en cambio, por frases desgarradas de telenovela: “Doy
la vida por este plan porque estoy salvando al pueblo de consecuencias
catastróficas”. Es un alegato de mal gusto y además inverosímil: De la Rúa tuvo
año y medio para eludir la catástrofe, pero en ese tiempo hizo cuanto estaba de
su parte para propiciarla, y lo logró. El mérito no es enteramente suyo, por
supuesto, pero el hombre debiera al menos darse cuenta que las “consecuencias
catastróficas” ya son parte de la vida diaria y que el Apocalipsis integra el
escenario cotidiano de los argentinos.
Para
las sociedades latinoamericanas --y la argentina no es la excepción-- el fin
del mundo ocurre cada cinco o seis años, más o menos, y los países se turnan en
el bateo del Juicio Final: efecto tequila, efecto samba, efecto tango. El
mecanismo que regula esta rueda del infortunio es asunto de Dios, de los
extraterrestres o de los capitales internacionales, es decir, está fuera del control
de las sociedades afectadas. Los desequilibrios y los consecuentes recortes
presupuestales o ajustes ortodoxos se presentan --o son presentados-- con una
condición tan inefable como la peste y la plaga de la antigüedad. Son cosas que
llegan, arruinan los planes de todo el mundo, abonan la miseria, la inseguridad
y el desasosiego ingobernable, y dejan a los países tan patas arriba y tan sin
esperanza como los escenarios escritos por Juan en su exilio de Patmos.
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