No hay
forma de saberlo: Carlo Giuliani pasará al olvido en cuestión de meses o su
muerte será recordada como la de los mártires de Chicago, o ambas cosas, o
ninguna. El gobierno de Silvio Berlusconi la presenta como un accidente de la
represión, los globalifóbicos la
enarbolan como la prueba del nuevo totalitarismo global y la sangre ya fue
limpiada. El sentido común del poder indicaría que no se puede combatir a
balazos el descontento callejero, que es menos costoso --en términos políticos--
un policía descalabrado que un manifestante muerto y que en los tiempos que
corren la virtud central de cualquier gobierno es la contención. Los
detractores del nuevo desorden mundial, por su parte, tendrán que deslindarse
de los hooligans.
En el
episodio ha podido averiguarse que el movimiento de resistencia global es una
ensalada, también global, de malestares y disconformidades que no logra
determinar si su principal enemigo es el ministro de Economía de Alemania, el
cuerpo antidisturbios de la policía italiana o una lechuga genéticamente
modificada; tampoco tiene claro si sus métodos para resistir la mundialización
oprobiosa han de ser el incendio de las calles, la movilización no violenta, la
programación de código para Internet o la meditación pacifista y vegetariana.
Pero el
Grupo de los Ocho (G-8) le gana en confusión a sus detractores. En su
conformación no hay criterios lógicos ni coherencia: los siete primeros
miembros del club son los jefes de Estado o de gobierno de las siete
principales economías nacionales; el octavo, el presidente ruso Vladimir Putin,
no representa la octava economía, sino el segundo arsenal nuclear del mundo,
con todo y que se encuentre en declive por la oxidación y el achatarramiento
acelerado del equipo.
Al
término de su reunión en Génova, y después de un muerto, cientos de heridos y
varias toneladas de gas lacrimógeno, el G-8 emitió una carta rosa en la que
ofrece ponerse a pensar una manera de incluir a la sociedad civil en los
debates sobre globalización, promete una limosna de 53 millones de dólares para
los países más pobres y anticipa la creación de un fondo --más sustancioso, ese
sí-- para combatir el sida. Además, los gobernantes más poderosos recomendaron
el envío a Medio Oriente de observadores internacionales, una propuesta saludable
para la salud mental de los israelíes y para la subsistencia física de los
palestinos, pero que ya fue vetada por los primeros y que tendría que aplicarse
también --a la vista del desastre genovés-- a la misma Italia y a los sucesivos
encuentros del G-8 en cualquier punto del planeta.
El
resto del temario dio lugar a unas confrontaciones de clóset entre los
participantes de la reunión. Los globalifóbicos tienen
todo el espacio político del mundo para generalizar, especialmente ahora que la
policía de Berlusconi les regaló su primer mártir, pero no es lo mismo el
capitalismo renano de Schroeder que el capitalismo texano de George W. Bush; el
presunto acuerdo sobre juguetes militares entre Washington y Moscú borra los
desacuerdos de fondo entre los gobiernos respectivos, y la negativa del primero
a aceptar el Protocolo de Kioto es un agravio mayor para sus aliados políticos
y económicos europeos.
En la
ciudad que se reclama cuna del más destacado (aunque inconsciente) pionero de
la globalidad planetaria, la muerte accidental de un activista globalifóbico revela
los límites y las contradicciones del variopinto movimiento de resistencia
global, y al mismo tiempo ha colocado al G-8 en un papel tristísimo que revela
la impotencia del poder: tras reivindicar su derecho de libre reunión, como si
fueran unos pobres militantes apaleados y reprimidos, los jefes de Estado y de
gobierno de las ocho potencias anuncian su decisión de retirarse a deliberar en
la semiclandestinidad de Kananaskis, un pueblo de la provincia canadiense de
Alberta. Pero nada garantiza que los globalifóbicos no
los alcancen en ese pueblo cuya localización geográfica precisa es materia de
especialistas y que bien puede describirse, en consecuencia, como el culo del
mundo.
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