El
actual presidente de Estados Unidos revivió este proyecto de su abuelo
político, Ronald Reagan, y causó un revuelo considerable del otro lado del
Atlántico. El aprendiz de brujo que ocupa la Casa Blanca logró lo que no se
había visto en los tiempos del comunismo viejo y de la soberbia independentista
francesa: un frente común de los presidentes de Rusia y Francia contra una
propuesta de Washington, en este caso, el escudo antimisiles, reedición de la
malograda Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE) de los años ochenta y que
consiste, básicamente, en fabricar un paraguas de alta tecnología contra
misiles balísticos.
En
tiempos de Reagan la idea podía tener sentido desde un punto de vista
estratégico, aunque fuera políticamente contraria a la distensión, porque
Estados Unidos tenía enfrente a un rival directo, armado con varios miles de
cohetes atómicos intercontinentales apuntados a territorio estadunidense. Era,
sin embargo, un proyecto poco realista en los ámbitos tecnológico y económico.
El fin de la URSS, ocurrido hace diez años, le dio la puntilla.
Hoy, el
escudo antimisiles tal vez no sea una quimera tecnológica o un disparate
económico, pero en términos estratégicos es una desproporción paranoica:
Francia e Inglaterra no tienen previsto, que se sepa, bombardear la Unión
Americana; Rusia ha dejado de ser el Imperio del Mal para convertirse en un
imperio de la mafia --uno de tantos-- que ni de lejos constituye una amenaza
para Estados Unidos, no sólo porque la rivalidad ideológica y política ha
fallecido sino porque los arsenales atómicos heredados de la Unión Soviética
son, en su mayor parte, un montón de chatarra oxidada; China no desea lanzar
sobre territorio estadunidense misiles nucleares, sino baratijas de a dólar de
las que producen masivamente sus campos de esclavos; en cuanto a los actuales
enemigos mortales de Washington --Corea del Norte, Irak, Irán, Libia, más el
que se acumule esta semana--, ninguno de ellos ha logrado crear bombas atómicas
y su desarrollo de tecnología de misiles consiste en jugar con algunos diseños
soviéticos de hace medio siglo (como los tristemente célebres Scud de
Sadam Husein) que no ponen en peligro más que a las poblaciones de esos países
y, a lo sumo, a algunos de sus vecinos más cercanos; el escudo antimisiles no serviría
tampoco ante los Estados que entraron por la puerta de atrás al club atómico --Israel,
India y Paquistán-- por el simple hecho de que jamás se han propuesto
disputarle a Washington su predominio mundial; las obsesiones bélicas de estos
tres son meramente regionales.
Pero si
el actual gobierno estadunidense persiste en desarrollar el escudo antimisiles
este panorama apacible en lo que a amenazas nucleares se refiere podría
alterarse de manera brusca, toda vez que induciría a Rusia y a China a retomar
la carrera armamentista del siglo pasado y a producir, con poco dinero,
artilugios capaces de perforar el paraguas balístico de Estados Unidos: cohetes
con ojivas múltiples (MRV) y misiles crucero difícilmente detectables.
Jacques
Chirac, Vladimir Putin y el sentido común señalan, con razón, que la manera más
eficaz de garantizar la seguridad de las potencias atómicas es persistir en los
esfuerzos de desarme y de no proliferación. La Casa Blanca ha decidido romper
con esa lógica, y cabe preguntarse en qué medida la determinación refleja los
compromisos inconfesos de Bush y de Richard Cheney con la industria militar de
su país, y en qué medida es una expresión de la paranoia estratégica del
segundo y del machismo texano del primero.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario