Hay un insecticida doméstico muy eficaz en forma de incienso
que ha de administrarse en dos aplicaciones consecutivas, una quince días
después de la otra, a fin de asegurar, dicen las instrucciones, que se
interrumpa de manera definitiva el ciclo reproductivo de las cucarachas: los
huevecillos tardan dos semanas en madurar, y es preciso asegurarse que los
bichos recién nacidos mueran antes de que su generación crezca y vuelva a
infestar la casa. Parece que hay puntos en común entre el modo de empleo del plaguicida
y las estrategias del ejército de Israel ante los palestinos, y entre los
grupos terroristas árabes frente a la población civil del Estado judío.
Destripar niños a bombazos es más barato que exterminar
adultos (porque éstos suelen disponer de más recursos para su defensa) y más
eficiente, cuando lo que se busca es exasperar al enemigo y generar una
violencia duradera y autosustentable; en esta lógica, lo menos importante es si
la bomba es enviada a sus destinatarios a bordo de un helicóptero de alta
tecnología o adherida a un ser humano dispuesto a la inmolación. El propósito
en ambos casos es que la carga explosiva del artefacto haga ignición y genere
una onda de choque lo suficientemente fuerte para provocar, por sí misma,
mediante elementos de fragmentación o por el efecto de objetos violentamente
movidos de su sitio, una destrucción significativa de tejidos en los organismos
que se encuentran alrededor. Y por determinación o por azar, tales organismos
han resultado, en una creciente porción de los ataques, humanos en desarrollo.
Muy pocas conciencias en este mundo, salvo tal vez uno que
otro fundamentalista de la ecología, se opondrían al exterminio de larvas de
cucaracha en casas y departamentos; esa especie de insecto nos parasita, vive a
nuestras costillas, contamina nuestros alimentos y es vector de enfermedades e
infecciones diversas. Matar niños, en cambio, se ha vuelto repudiable en el
curso de la historia. Dicen que los primitivos semitas hacían sacrificios
masivos de infantes en honor de Baal, pero eso bien podría ser una calumnia
romana contra los cartagineses, quienes descendían de fenicios y también, por
lo tanto, de semitas. Herodes I el Grande logró un sitio de infamia en la
historia por haber ordenado la matanza de los inocentes en Belén, a fin de
frustrar el advenimiento de Jesús.
El escenario de esa historia coincide, más o menos, con la
región ensangrentada de Israel y las tierras palestinas, pero ese dato carece
de relevancia. Si los niños fueran larvas de cucaracha, el exterminio en curso
podría situarse en cualquier vivienda infestada, es decir, en una casa en la
que entraran en conflicto la vida humana y la de los insectos. Pero la
evidencia disponible indica que ni israelíes ni palestinos pertenecen al filo
de los artrópodos; son, por el contrario, homo sapiens, y eso plantea un
problema de solución difícil para ambos bandos, para la especie en general y
para el imperio de la razón a comienzos del siglo XXI.
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