Unos
niños de apellido irlandés o italiano aprenden a vivir en orfanatorios de
Queens o de Brooklyn. Un puñado de ancianos ha perdido sus pensiones y los
lavadores de cristales del sur de Manhattan experimentan ya una grave reducción
de empleos. Muchos miles de hogares se han quedado con una habitación vacía. No
hay que recurrir a ninguna profecía para saber que las facturas de esos daños
llegarán, en su momento, a un anónimo e inocente pastor de ovejas del Pamir, a
quien le lloverá fuego sobre la carne; a los infantes afganos, quienes
padecerán escasez de leche y medicinas; a los ciudadanos israelíes que vivirán
niveles de amenaza e inseguridad nunca antes vistos, y a los palestinos de Gaza
y Cisjordania, en donde los enjambres de helicópteros artillados causarán
destrozos proporcionales y hasta superiores, si se considera la miseria y
precariedad de esas regiones, al que causaron los ataques terroristas en EU.
A
cambio de esas facturas, los accionistas principales de Raytheon, una firma que
produce misiles de alta tecnología, podrán cambiar de yate gracias a las
utilidades generadas por un montón de huesos chamuscados. Lo que viene es un
duelo entre los que siempre ganan y los que nunca tuvieron gran cosa y que
ahora, muertos, mutilados, huérfanos, viudos o desempleados, tienen menos que
nada.
No hay
equívoco: los dueños de las fábricas de aviones y los propietarios de miles de
almas fanáticas están en el mismo bando en esta guerra, aunque parezca lo
contrario, y aunque unos habiten en residencias de lujo y otros vivan en
refugios del desierto de Margo. La sentina de intereses que desembocó en la
tragedia de hace ocho días seguirá ganando, porque su negocio es la guerra y la
destrucción.
A la
larga, los llamados de muerte de los puros al estilo de Osama Bin Laden han
fructificado; poco importa que ese antiguo aliado de Washington --como fue
Sadam Hussein-- haya participado o no en la planeación de los atentados; su
ganancia enorme es que ahora él y sus secuaces se han hecho merecedores al
estatuto de potencia beligerante. Las políticas exteriores criminales de
Estados Unidos han conseguido convertir al país y a su población en objetivos
militares. Porque están en guerra, según afirma todo Washington --del
presidente para abajo--, y guerra significa atacar y ser atacado en los ámbitos
y símbolos más entrañables: la lógica bélica obliga a causar el mayor perjuicio
posible al enemigo, y los daños más devastadores no son los estratégicos ni los
propagandísticos, sino los afectivos. Por eso, en esta confrontación, los más
inermes son los que no tienen bienes raíces ni acciones en la bolsa ni fortunas
sauditas marinadas en petróleo ni arsenales ni nada que perder salvo el afecto:
otras personas, su tierra de origen o refugio, sus calles, sus campos, su
pequeño negocio y su trayecto cotidiano. Ellos perderán la guerra. Ellos van a
pagar el pato.
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