A estas
alturas es claro que las torres gemelas del World Trade Center se derrumbaron
en diversas direcciones y causaron, en su caída, una destrucción terrible en
diversos ámbitos: la economía de América Latina, el poder presidencial de
Estados Unidos, los índices de vida, vivienda y empleo del sur de Manhattan. De
esa forma inopinada han entrado en contacto las agendas ocultas del ajedrez
mundial con las desamparadas cadenas productivas y hasta alimentarias de Puebla
o de Iquitos; la bestialidad de los terroristas indudables pero anónimos, con
la inocencia de los migrantes muertos y desaparecidos que lavaban pisos y
platos en el corazón del poderío económico; la perversidad de las cloacas
ideológicas, políticas y económicas en las que se gestó el atentado (y no
habría que olvidar que todos los desagües del mundo conforman una vasta red de
vasos comunicantes), con la candidez manifiesta de George Bush hijo, un hombre
muchas tallas menor que la silla presidencial de la gran potencia planetaria, y
cuya insignificancia mediática hubo de ser subsanada, ayer, por una enérgica
aparición en CNN de Bush papá, personaje, ese sí, de conocidos arrestos bélicos
y maquiavélicos: la Casa Blanca se ha vuelto la leonera de un junior que juega
a mandatario mientras papá se ocupa de los actos y los símbolos del poder
efectivo.
El
agujero gravitacional del sur de Manhattan se ha chupado, además, vidas
insustituibles en centenas o miles de hogares, escritorios, cubículos y
cafeterías; deglutió de golpe postulados centrales del poder público
estadunidense, como la capacidad de reacción del gobierno más poderoso del
mundo y su facultad de proteger a la población, la inviolabilidad estratégica
del territorio estadunidense y hasta las recetas tradicionales del terrorismo,
según las cuales a toda acción correspondía una reivindicación. Los culpables
directos del ataque se vaporizaron junto con la carne de sus víctimas y los
responsables intelectuales pueden aparecer mañana o nunca, pero su presentación
no va a ser convincente: el síndrome de Lee Oswald campeará como nunca en una
sociedad en la que pueden desaparecer en cuestión de minutos, entre una nube de
polvo, estructuras de reputada solidez arquitectónica, policial y financiera.
Eso no se les había ocurrido a los más truculentos guionistas de Hollywood
quienes, sin embargo, prefiguraron la destrucción masiva en Nueva York hasta
convertirla en un arquetipo de la cultura cinematográfica del siglo XX. Pero
esta semana, una organización desconocida o una insospechada convergencia de
intereses criminales (y no hay que olvidar aquellos episodios del Teherangate en
los que confluyeron fundamentalistas islámicos oficiales de la CIA,
narcotraficantes y contras nicaragüenses)
decidió, desde la realidad, rendir tributo al thriller y
borrar para siempre vidas humanas, certidumbres, rascacielos, puestos de
trabajo, oficinas administrativas, sentimientos de seguridad y dignidades de
Estado. Todo se ha ido por ese agujero negro que se abrió de golpe en el sur de
Manhattan.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario