Popular, populista y populachero, con retórica de vendedor
de baratijas patrióticas en un mercado de feria, Hugo Chávez representa un
extremo de la frustración política latinoamericana. El otro, Fernando de la
Rúa, quien por mandato popular partió al basurero a finales del año pasado, era
prototipo, más bien, de parlamentario ilustrado, fogueado en universidades,
buenos restaurantes y exilios esclarecedores. Ni el moderado progresista
vestido de Armani ni el exaltado y sudoroso cuartelario han pasado la prueba de
la política. De la Rúa dimitió pudorosamente --como lo prescriben las buenas
maneras democráticas-- y dio paso a una cadena de presidentes cuyo más reciente
eslabón se llama Eduardo Duhalde. Nadie conoce, en cambio, el futuro de Chávez.
Si el descontento en su contra persiste y se acrecienta, los reflejos militares
pueden llevarlo a atrincherarse en los jirones de su respaldo de masas y
empujarlo a producir una matazón sin sentido que le haría daño a todo mundo y
bien a nadie, ni siquiera a Estados Unidos. Ojalá que no. Ojalá que, si llega
el momento de la sangre, Chávez tenga la sensatez o la cobardía, o el atributo
o el defecto que se quiera, para tomar un avión y largarse a escribir sus
memorias de gorila de izquierda.
Por cierto, las torpezas políticas del presidente venezolano
no le dan la razón a Colin Powell. El actual secretario de Estado estadunidense
tiene tanta autoridad para cuestionar la vocación democrática de un gobierno
extranjero como un jefe de aduanas de Nigeria, porque el gobierno de George W.
Bush --del que Powell forma parte-- es producto de un fraude electoral
realizado en Florida a la vista de todo el mundo. Tampoco el coronel Pedro Soto
y sus representados --si es que los tiene-- resultan adversarios serios y
creíbles para el demagogo de Miraflores. El oficial de aviación tiene, tras de
sí, el dudoso antecedente de haber sido edecán de Carlos Andrés Pérez, y no
hay, en el abanico de la oposición venezolana, figuras prominentes no
vinculadas con la corrupta clase política, cuya bancarrota hizo posible y hasta
inevitable que el electorado pusiera en la silla presidencial a un militar
golpista de boca fácil y vocación autoritaria. Pero la falta de calidad moral
de los detractores de Chávez no va a ser freno para el deterioro (o la caída en
picada) del actual gobierno, por la simple razón de que éste no tiene ninguna
propuesta seria ni viable de nación, como no la tuvo De la Rúa ni la tienen,
tampoco, los gobiernos neoliberales que aún medran en el continente.
El dato a considerar es que, cuando el mundo se integra y se
transforma de manera vertiginosa e irracional, en estos países de acá no existe
una idea clara de cómo participar en ese proceso, cómo reivindicar cierto grado
de protagonismo en él y cómo, al mismo tiempo, seguir siendo países
constituidos y no meros campos de acción para las franquicias. Suena horrible,
pero la receta para resistir y ofrecer alternativas a economías y sociedades
con cara de Ronald McDonald no se encuentra en los escritos de Simón Bolívar,
Benito Juárez ni José Martí, por más que este último haya redactado un opúsculo
profético contra el TLC y haya vislumbrado el poder actual de la Coca Cola.
Bien harían los dirigentes en dejar descansar a los próceres en sus tumbas y
ponerse a trabajar ante situaciones nuevas. En esta lógica, si Chávez pudiera
rescatar lo que queda de su gobierno, tendría que empezar a estudiar el mundo
que es y dejar sus conjuros de resurrección del Libertador para sus tiempos --ojalá
apacibles-- de ex presidente. De otra manera, su discurso se convertirá, más
pronto que tarde, en un canto de cisne (sea cisne o patito feo) y su gesta
demagógica será una contribución más a la frustración de las sociedades
latinoamericanas ante sus gobernantes de todas las tendencias.
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