El
gobierno israelí juega con Yasser Arafat de manera parecida a los gatos que
zarandean un poco a los ratones antes de comérselos. Por la ventana de la
oficina del atribulado líder palestino asoman hocicos de 105 milímetros que
husmean en los rincones de la habitación y luego se retiran unos cientos de
metros, a fin de darle oportunidad al prisionero de que salga a tomar el sol en
la Ramallah sitiada.
Las
fuerzas armadas de Israel bombardean de manera regular las instalaciones de
radio y televisión y las oficinas de la Autoridad Nacional Palestina. El
aeropuerto de Gaza fue destruido y hasta una que otra fábrica es pasto de las
bombas de Tel Aviv. Los guardaespaldas de Arafat suelen saltar por los aires
tras los impactos de los misiles israelíes. Anteayer se realizó el funeral de
un joven, de apellido Hayek, que llevaba a su esposa embarazada a un hospital
para que diera a luz, fue acribillado por los soldados implacables de Ariel
Sharon que, de paso, hirieron de gravedad a la mujer encinta.
Lo
curioso es que el premier israelí, quien no sólo tiene fama pública de asesino
de civiles inermes sino también de hombre listo, suponga que, en esas
circunstancias, se ponga en actitud de suponer que su contraparte palestina
todavía detenta alguna autoridad como para hacer justicia y sancionar los
atentados terroristas que se fraguan en Gaza y Cisjordania y que, un día sí y
otro también, golpean a la población de Israel y dejan entre ella un reguero
paralelo de inocentes muertos. Es casi gracioso que Hillary Rodham Clinton, una
mujer que no sólo es conocida por poner cara dura a las tormentas sino también
por su agudeza, sea capaz de constatar, en voz alta, que Arafat “ha incumplido
sus promesas”, como si el cautivo de Ramallah estuviera en condiciones de
cumplirlas.
En las
circunstancias actuales --y los gobiernos de Tel Aviv y Washington lo saben
perfectamente--, depositar en las actitudes del presidente de la Autoridad
Nacional Palestina las posibilidades de la paz en Medio Oriente es casi tan
grotesco como lo sería el exigirle al sastre de mi barrio que erradique la
epidemia de sida que agobia al planeta. Los jóvenes de Cisjordania y Gaza
forman un caldo de cultivo desarticulado e incontrolable; no necesitan a Arafat
para retorcerse de rabia y desesperación ante la atrocidad cotidiana de que son
víctimas ni para emprender el camino del martirio terrorista, y no han de
hacerles mucha mella las condenas de su (todavía) líder nominal a los
atentados, ni han de sentirse demasiado impresionados por la autoridad de una
policía cuyos cuarteles son bombardeados a diario y que parece más preocupada
en atender a sus integrantes heridos que en emprender, entre su propio pueblo,
una cacería de presuntos militantes suicidas.
El
escarnio de Arafat no tiene más propósito visible que ahondar la exasperación
entre los habitantes de los territorios palestinos y echar más leña a la
hoguera donde se cuecen los atentados. Al gobierno de Sharon sólo le falta
llevar al viejo líder palestino a una plaza de Ramallah, desnudarlo, pegarle
plumas, hacerlo bailar y exigirle que, desde allí, ordene a los terroristas un
cese de hostilidades inmediato. La humillación va dirigida contra la nación
palestina en su conjunto:
-¿Este
es tu presidente? Pues míralo en su habitación, impotente e inerme, tratando de
escabullirse de la mirada devastadora de mis tanques.
De esa
manera, Sharon se garantiza que la fábrica de atentados --la única fábrica que
va quedando en la Palestina arrasada-- siga produciendo a todo vapor. La más
grave amenaza para la seguridad y la vida de los israelíes no es Arafat ni
Hamas ni Hezbollah ni la Jihad Islámica, sino su propio primer ministro.
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