En la
arquidiócesis de Boston ha florecido un escándalo al que Newsweek le
dedicó la portada de su más reciente edición y que puede resumirse en algunos
números: en las últimas cuatro décadas, entre 60 y 70 curas fueron acusados por
abuso sexual de menores; uno de ellos, John J. Geoghan, actualmente separado
del ministerio y sentenciado en primera instancia a diez años de prisión, es
sospechoso de haber agredido sexualmente a 130 niños; la Iglesia católica de
Estados Unidos ha gastado, en los últimos veinte años, entre 300 y 800 millones
de dólares en arreglos bajo la mesa --es decir, antes de que las cosas lleguen
a los tribunales-- como compensación a las víctimas de sus curas violadores; la
arquidiócesis de Boston, presidida por el cardenal Bernard Law, miembro
destacado de la jerarquía eclesiástica estadunidense y encubridor de religiosos
pederastas, enfrenta demandas por 30 millones de dólares por parte de las
víctimas de abusos sexuales que se atrevieron a denunciarlos.
Todo
mundo --menos el consistorio romano, compuesto por almas puras, agraciadas por
la virtud de la inocencia-- ha sabido siempre que al interior de los
seminarios, los conventos, las sacristías y los palacios arzobispales se
desarrolla una vida sexual intensa, no menos diversa que la de los laicos --de
todo hay en la viña del Señor-- y acaso también un poco más perversa, entendida
la perversidad como el conjunto de prácticas que causan agravios físicos y/o
emocionales a uno o más de los participantes. Tal vez por la condición
reprimida, secreta y pecaminosa de la sexualidad entre los religiosos, ésta
suele permanecer al margen de, o contravenir, la ética sexual que ha venido
construyéndose en la modernidad, y que tiene como principios rectores el
carácter voluntario y aceptado de las relaciones, el respeto a los deseos y
reticencias ajenos, así como la preservación de la integridad de las personas.
El abuso
sexual en todas sus formas, la pederastia y la perversión de menores no sólo
quebrantan esa ética, sino que configuran delitos plenamente tipificados en la
ley. Sin embargo, es conocida la reticencia de las jerarquías eclesiásticas de
todo el mundo a colaborar con la justicia laica cuando ésta se ve obligada a
olfatear entre las sotanas en busca de culpabilidad. Esa reticencia suele
convertirse en franco encubrimiento, como el que ha venido practicando el muy
prominente cardenal Bernard Law en relación con el ex cura Geoghan, el cual
durante 30 años metió mano impunemente a niños prepúberes en muchas de las
parroquias de esa ciudad.
Hay una
acentuada molestia entre los católicos de Estados Unidos por las dificultades
para controlar los abusos sexuales cometidos por sus religiosos. En ese país
las irregularidades y los escándalos afloran con facilidad, no sólo porque las
instituciones de procuración e impartición de justicia cuentan todavía con márgenes
elevados de credibilidad, sino también por los millones de dólares que se
juegan en las demandas judiciales. Pero en América Latina, reducto y búnker espiritual
del catolicismo, las cosas no son tan fáciles y no existe ni un asomo de
estadística sobre las agresiones sexuales cometidas por los curas de esa
religión.
Una
conclusión que sin duda complacería al Vaticano sería que en esta región del
mundo no existen tales delitos, y que si se cometen en la nación vecina, ha de
ser por la influencia del protestantismo, la relajación de las costumbres y la
pérdida de valores espirituales que conlleva la cultura materialista de los
gringos. Eso ha de ser.
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