5.3.02

Violadores en Boston


En la arquidiócesis de Boston ha florecido un escándalo al que Newsweek le dedicó la portada de su más reciente edición y que puede resumirse en algunos números: en las últimas cuatro décadas, entre 60 y 70 curas fueron acusados por abuso sexual de menores; uno de ellos, John J. Geoghan, actualmente separado del ministerio y sentenciado en primera instancia a diez años de prisión, es sospechoso de haber agredido sexualmente a 130 niños; la Iglesia católica de Estados Unidos ha gastado, en los últimos veinte años, entre 300 y 800 millones de dólares en arreglos bajo la mesa --es decir, antes de que las cosas lleguen a los tribunales-- como compensación a las víctimas de sus curas violadores; la arquidiócesis de Boston, presidida por el cardenal Bernard Law, miembro destacado de la jerarquía eclesiástica estadunidense y encubridor de religiosos pederastas, enfrenta demandas por 30 millones de dólares por parte de las víctimas de abusos sexuales que se atrevieron a denunciarlos.

Todo mundo --menos el consistorio romano, compuesto por almas puras, agraciadas por la virtud de la inocencia-- ha sabido siempre que al interior de los seminarios, los conventos, las sacristías y los palacios arzobispales se desarrolla una vida sexual intensa, no menos diversa que la de los laicos --de todo hay en la viña del Señor-- y acaso también un poco más perversa, entendida la perversidad como el conjunto de prácticas que causan agravios físicos y/o emocionales a uno o más de los participantes. Tal vez por la condición reprimida, secreta y pecaminosa de la sexualidad entre los religiosos, ésta suele permanecer al margen de, o contravenir, la ética sexual que ha venido construyéndose en la modernidad, y que tiene como principios rectores el carácter voluntario y aceptado de las relaciones, el respeto a los deseos y reticencias ajenos, así como la preservación de la integridad de las personas.

El abuso sexual en todas sus formas, la pederastia y la perversión de menores no sólo quebrantan esa ética, sino que configuran delitos plenamente tipificados en la ley. Sin embargo, es conocida la reticencia de las jerarquías eclesiásticas de todo el mundo a colaborar con la justicia laica cuando ésta se ve obligada a olfatear entre las sotanas en busca de culpabilidad. Esa reticencia suele convertirse en franco encubrimiento, como el que ha venido practicando el muy prominente cardenal Bernard Law en relación con el ex cura Geoghan, el cual durante 30 años metió mano impunemente a niños prepúberes en muchas de las parroquias de esa ciudad.

Hay una acentuada molestia entre los católicos de Estados Unidos por las dificultades para controlar los abusos sexuales cometidos por sus religiosos. En ese país las irregularidades y los escándalos afloran con facilidad, no sólo porque las instituciones de procuración e impartición de justicia cuentan todavía con márgenes elevados de credibilidad, sino también por los millones de dólares que se juegan en las demandas judiciales. Pero en América Latina, reducto y búnker espiritual del catolicismo, las cosas no son tan fáciles y no existe ni un asomo de estadística sobre las agresiones sexuales cometidas por los curas de esa religión.

Una conclusión que sin duda complacería al Vaticano sería que en esta región del mundo no existen tales delitos, y que si se cometen en la nación vecina, ha de ser por la influencia del protestantismo, la relajación de las costumbres y la pérdida de valores espirituales que conlleva la cultura materialista de los gringos. Eso ha de ser.

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