Ayer, en plazas e iglesias de Estados Unidos, se recordó a
los inocentes que murieron en los atentados del 11 de septiembre. Bien saben
los deudos que un plazo de seis meses es demasiado corto para quitarse de
encima las costumbres, los olores, los gestos, la temperatura de la piel de los
ausentes y la rabia contra sus asesinos. En el mejor de los casos, al año del
fallecimiento se entiende que esos y otros ganchos que mantienen anclado entre
los vivos el recuerdo del muerto no desaparecen del todo sino después de varias
décadas, cuando la totalidad de los dolientes desaparecen, a su vez, del mundo,
y cuando el difunto original puede, por fin, jubilarse del todo, incluso de su
papel de recuerdo doloroso, y abandonarse plenamente a la dulzura de la nada.
Pero los asesinados hace seis meses en Nueva York y
Washington fueron obligados a florecer en nuevos y numerosos muertos distantes,
muchos de ellos tan inocentes como sus predecesores inmediatos de Estados
Unidos. La Casa Blanca decidió aprovecharse del dolor doméstico para sembrar
cadáveres en las remotas tierras afganas, y cada uno de ellos ha dejado un
hueco sangriento y lacerante entre sus amigos y familiares, y un rencor de
múltiples raíces entre sus correligionarios.
Pasará mucho tiempo antes de que se desvanezcan esos lutos
que no aparecen en la televisión ni son recopilados en shows sentimentales
ni reproducidos en películas de acción. Ojalá que en ese tiempo el dolor y la
rabia de los anónimos deudos afganos no fermente nuevos y mortíferos atentados
contra ciudadanos de Estados Unidos.
En estos días de recordaciones tristes uno se pregunta
cuándo les será dado, a israelíes y palestinos, recordar en paz a sus
respectivos mártires y cuándo podrá hablarse de sosiego verdadero en los
cementerios de ambos pueblos. Por ahora, la criminal estupidez de Estado y la
inconsciencia criminal del integrismo patriótico han establecido, entre unas y
otras tumbas, una dinámica de competencia, un vaso comunicante que rebalsa de
sobrepoblación las necrópolis, un juego macabro que se desarrolla, para
vergüenza de la humanidad, ante la pasiva y discreta repugnancia --en el caso
de los europeos-- o frente al entusiasmo apenas disimulado --para referirse a
Washington-- de los poderosos del mundo. Y cuando oyen un reproche por su
banquete necrófilo y obsceno, Sharon, los terroristas palestinos y los
partidarios de unos y otros ponen los ojos en blanco de inocencia y echan mano
del argumento más sofisticado que podría formular un crío de tres años algo
tonto: “Es que los otros empezaron”.
Tengo la discreta esperanza de que, más pronto que tarde,
los cadáveres de los actuales dirigentes y organizadores de esta floración de
muertos desciendan, por causas naturales, a las tierras que han ensangrentado,
y que una nueva generación de líderes de ambos lados logre detener la
competencia por las máximas tasas de sobrepoblación en los cementerios.
Réquiem quiere decir descanso. Ojalá que llegue antes de que
Clara y Sofía dejen de ser niñas, y que ambas, y muchos otros infantes de todos
los continentes, puedan viajar a Israel y a Palestina y confraternizar con los
niños de ambos países, y que entre todos logren verse a los ojos sin la niebla
del rencor histórico, y que corran y jueguen en memoria y recuerdo de esos
muertos, y de todos los otros, y que las tumbas sean sitios realmente
apacibles, y que no se estremezcan por el estallido de las bombas humanas (que
es el uso más necio que se le puede dar al organismo de una persona), ni vibren
bajo el ruido de los helicópteros asesinos, cuya sustentación es la manera más
irresponsable de aprovechar el aire.
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